Caracas no es Babilonia
Una amiga me decía, en Enero de 1958, unos días después de los eventos que terminaron con la penúltima dictadura nuestra, que la gente vivía un momento en el cual se imponía el recato, la modestia, la reflexión sobre las realidades que vivía la sociedad venezolana.
Ese “sentimiento” de mi amiga, era irreal. Sólo pasaron unos años, quizás meses, antes de que continuara esa especie de festín de Baltasar en el que han vivido casi desde que tengo conciencia, los sectores “afluentes” venezolanos. Uso este término que no existe con el mismo sentido en español para definir a los sectores sociales que están en el proceso, o la tarea, de subir en el escalón social a base del logro de dinero, o de posiciones, debidas a la oportunidad ofrecida. A los sectores oportunistas que existen en cualquier nivel social y económico de nuestro país. No hablo pues de los más o menos ricos, sino simplemente de los más o menos dispuestos a vender alguna mercancía (hasta la de la propia conciencia) en las continuas subastas que se dan entre nosotros.
Lo de festín de Baltasar es una buena analogía, aunque sea un poco tétrica o pesimista. Y recurro a esa imagen porque hace poco tuve la oportunidad de ver en una exposición, Babilonia, en el Louvre, un cuadro que muestra precisamente ese evento en un ambiente arquitectónico impresionante, el de la antigua Babilonia con la Torre de Babel al fondo, en el cual en primer plano puede verse el banquete concurrido por hermosas mujeres en torno a mesas llenas de todos los manjares, con el profeta Daniel en el centro, señalando a lo lejos, en un enorme frontón lateral, las bíblicas palabras que anuncian la destrucción de la ciudad. Siempre impresiona ese pasaje mítico y la frase escrita por una misteriosa mano: “mene, tequel, ufarsin” anunciando la inminente tragedia (Daniel 5).
Y digo todo esto porque, tal vez por mi talante de predicador, señalado con agudeza por algún medio amigo mío, me parece que vale la pena entregarse a algún arrebato moralista en la situación actual venezolana.
Hoy este espacio cumple un año y me siento libre para hablar de cosas en las cuales arquitectura y ciudad se alejan un poco. Porque Caracas no es Babilonia, ni siquiera en el sentido de su capacidad para sugerir esas fabulosas imágenes de un esfuerzo de construir para acercarse al cielo; ni los venezolanos somos un pueblo inscrito en la génesis de todas las culturas.
Pero de todos modos asombra la situación en la que viven sectores sociales que flotan, superficiales y frívolos, sobre los agudos dramas de esta sociedad, minoritarios pero con el mayor poder económico o político, indiferentes a sus propias contradicciones; y dispuestos a no tomar realmente en serio a un escenario institucional que atenaza y conspira contra lo que el país quiere realmente ser. Son sectores que pueden estar a favor o en contra “del gobierno”, pero ambos se aprovechan de él, de sus conexiones, de sus triquiñuelas, ignorando el escenario. Conviven sin chocar entre sí, porque se auto-alimentan de una riqueza administrada por la hipocresía política que alcanza para todos; y porque ese “estar a favor o en contra” es también superficial y frívolo. No llega hasta cambiar un modo de vivir.
Por un lado, un Estado de clara vocación totalitaria, caudillista, militarista, que quiere dominar todos los espacios, que aspira a cambiar las bases jurídicas de lo que ha sido; y por el otro unos usos sociales, un modo de comportarse y apreciar las perspectivas, de aprovechar el día a día, propio de un exacerbado liberalismo, de un “dejar hacer, dejar pasar” como el que podría existir en cualquier momento del pre-capitalismo de hace cien años y se ha hecho constitutivo de esta sociedad petrolera.
Ese estado de cosas, en el que se proclama una Ley de Inteligencia a la cubana, amenazante, inaceptable; y a la vez se invierte millón y medio de dólares en hacer un Hard-Rock Café, es posible por la insólita e inmerecida avalancha de dólares rentistas, que alimenta, qué duda cabe, todo posible festín de Baltasar, de cualquiera de los dos lados.
Mientras hay presos políticos que sufren día a día y la pobreza sigue azotando, mientras los cultores de Internet rebotan constantes mensajes contrarios al “régimen” y los diputados de la Asamblea Nacional legislan para una revolución que no existe sino en su sumisión y en la mediocridad de los privilegiados del Poder, o en la conveniencia de los que medran buscando podercillos; mientras ello ocurre, las muestras exteriores de lo que pudiéramos llamar el intercambio social ocultan lo auténtico, lo personal, incluso la vivencia de lo religioso o no-religioso detrás de la ostentación y una cordialidad “light” estimulada artificialmente, que revela que estamos vivos y bien, cómodos, esperando que algo ocurra, más allá de nosotros. Se habla mal o bien “del gobierno”, según sea el caso y se sigue en esa línea de vida en la que se prescinde de la necesidad del evangélico “dar testimonio” que en fin de cuentas podría ser válido para moros y cristianos por igual.
En un ambiente así, es difícil buscar sinceridad política. No dudo que exista, porque creo en que una sociedad tiene recursos que a veces se resisten a mostrarse, pero buscarla resulta una tarea difícil. Y soy un convencido de que, en los tiempos que corren, esa sinceridad, ingrediente esencial de la democracia, es un requisito para hacer mejor la ciudad en la que vivimos.
Y me he preguntado hoy, como me lo pregunté a mis dieciocho años, si tendrá que hacerse realidad el lema del ave Fénix “ex cinere vita”, de las cenizas la vida, para que surjan nuevas formas, permanentes, para convivir en la ciudad. Si será necesario que veamos en la cara a lo definitivamente negativo para que nos demos cuenta y podamos resurgir.
Pero no debe ser así. Hay mucha gente que se ha comprometido con una lucha auténtica para enfrentar las graves amenazas y no se deja comprar por la oportunidad. Gente que es capaz de superar la confusión y se aleja de ese vivir falso en nombre de la “revolución” o contra ella. Esa gente convergerá para darle vida a una ciudad mejor.
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“El Festín de Baltasar”, por John Martín (Inglaterra 1789-1854). Al fondo la Torre de Babel queriendo alcanzar el cielo.