Uva de playa
Dedicado a Fernando Rodríguez
Nadie decía nada en la casa después de los chaparrones. Se hacía una bruma aceitosa con olor a monte deshecho y la sensación del movimiento de las cosas era tan lenta que no llegaba a ninguna parte. Más bien retrocedía; se podía decir retrocedía. Creía ella, porque en verdad nadie en su sano juicio daría por verdad las fantasmagorías que escribía. Narraba sobre sus piernas entrejuntas una historia de caracoles y medusas que dentro de una pecera dialogaban sobre la eternidad. Nadie la escuchaba, nadie la leería. Se enredaba en el tino de su letra besando el lápiz mientras dudaba de las palabras que se extasiaban y tardaban en aparecer.
«Te tengo en la punta de la lengua» y citaba encuentros, pequeños detalles deletreados, vida que había rozado con el destinatario imaginado de esas ideas.
Con ansiedad escribía lo que podía de la forma más noble. El diccionario dispuesto sobre la mesa de madera justa y limpia no dejaba dudas del deseo en dejar la mejor impresión. Incluso pensó en endulzar el relato con perfumes de rosas pero en su jardín no había sino margaritas y novios. «Parece perfumada» se dijo y abrió el diccionario en búsqueda de una palabra interesante para destacar así su personalidad.
«¿Por qué la humedad me lleva a tu recuerdo?» escribió. Pero más que una duda era la afirmación de la soledad con la que tenía que inventarse un loco y desproporcionado amor. «Redundancia» buscó, y se encontró, dispersa en su miopía, con «reescribir», palabra que la hizo pensar que ella era quien no quería ser, que ella deseaba, y tanto, a alguien a su lado, que no hubiese necesidad de cartas, ni de distancia, ni de perfume, ni acrósticos. No había urgencia de tanto sufrimiento, «¡Jesús!». Como si «reescribir» no fuera redundante para quien redacta una carta por primera vez. Y además, ¿qué le importaba a nadie que estuviese deletreando una carta perfumada a un amor que no volvería a ver porque la muerte los selló en la confianza de lo que no se tuvo. ¿Y por qué tendría ella que explicarle a alguien lo de la carta? «Cada quien tiene su vida y yo no reviso los diccionarios de nadie. Escribo y evito verme en el espejo más de lo infinitamente necesario. Porque no quiero cambiar. Quiero ser la misma. Idéntica al día en que me fui a dejarlo en el puerto».
Y aquellos almendrones vistosos, olorosos a uva de playa irradiando colores frente al azul del mar.
«Sin darme cuenta ya se había ido y me quedé mirando el barco desteñido a lo lejos por un yo no sé qué. No quiero ni cambiarme la ropa, lavarme las manos, respirar. No dejes que se pierda el aroma, el aliento de ese beso que no se concretó. No quiero que nadie use mi diccionario. Cada página, palabra, letra, punto, coma son de mi propiedad, de mi martirio. ¡Jesús bendito, aparta de mí los malos pensamientos! ¡Dios te salve María, llena eres de gracia! Que nadie entienda mis palabras, son sólo nuestras, amor mío». Y se acostó derecha, tal vez un tanto ausente, mirándonos.