¿Alumbra la Iglesia?
«La iglesia sólo alumbra cuando arde”, decía un juvenil graffiti español, con pretensiones de rebeldía pero apenas un trueno vacío y rezagado de los lejanos rayos de las cuatro guerras civiles donde la furia celtibérica de clericales y anticlericales ejercía el deporte de matarse.
La Iglesia, como toda organización humana, tiene los defectos propios de cada tiempo. Éstos, si van con imposición y fanatismo, se vuelven inhumanos y odiosos.
En Venezuela la Iglesia nació en la República con escaso poder. Aquí ni el clericalismo ni el anticlericalismo despiertan interés, y en estos tiempos de tinieblas necesitamos claridad espiritual; por eso nos preguntamos: ¿de verdad ilumina la Iglesia o es más bien es un museo de penumbras, como en ciertas sociedades europeas?
La Iglesia no tiene luz propia, sino que es portadora de la luz de Jesús, que ilumina el misterio humano y prende la esperanza que alumbra la vida. La gente menos pensada reclama “queremos ver a Jesús, no lo oculten, no lo encierren en la sacristía, no lo esgriman para condenar”; queremos hoy ver a Jesús curando en sábado, acogiendo a los leprosos, levantando a los cojos e invitando a nacer de nuevo en Espíritu para vivir la novedad del Reino de Dios. La Iglesia en estas crispadas Navidades nos presenta al Niño de Belén, luz y cercanía de Dios para quienes se abren de corazón al misterio humano. Dios de misericordia y amor sin límites, que en Jesús se hace “nosotros”, sin dejar de ser Él.
Las gentes que se acercaban al Hijo del Hombre, reconociéndolo como Maestro, sin ser letrado, se transformaban, su vida ganaba nuevo sentido, se liberaban y lo seguían. Ésa es la única luz de la Iglesia y ninguna limitación eclesiástica humana la puede apagar, ni otros brillos sustituir.
La fe cristiana en Venezuela es poco institucional y de fronteras indefinidas; se encuentra de diversas maneras donde menos se piensa, incluso entre “librepensadores” y “ateos”. Si no les gusta el clérigo, pasan de largo, pero no permiten que éste defina su vida, ni por acción ni por reacción. En nuestro país impresiona la intensidad de la luz y esperanza de Cristo en la vida de millones de personas pobres. Nos reconocen y acogen a los laicos, religiosas y sacerdotes que desde la institucionalidad de la Iglesia nos acercamos a sus vidas, nos hermanamos, los escuchamos y animamos a crecer espiritualmente, en lugar de juzgar, condenar, mandar y poner barreras. No nos necesitan como dueños de Dios, sino como sus servidores en comunidad cristiana. Ésa es la explicación –creemos– de que la Iglesia en todas las encuestas aparezca permanentemente como la institución más valorada. No se trata de un voto favorable para el “partido” de la Iglesia, sino de valoración como portadores del Jesús del Evangelio, fuente inmensa de bondad y de inspiración. En Jesús vemos a Dios, no como ley y castigo, sino como encuentro, convicción e invitación a levantarse y caminar por la senda de su reino.
Este Jesús no sólo ilumina a las personas en su intimidad, ni se encierra en la sinagoga, sino que habla en campos y plazas públicas, mirando a las siembras y a los pescadores y pone como testigos a los pájaros del cielo y a los mendigos del camino. En su actuación y enseñanza pública sacude también las raíces de la economía y de la política. Jesús sin ser un rebelde político, ni organizador de guerrillas contra el imperio romano, ni asceta que rechazaba los bienes de la tierra, iluminó con libertad de espíritu y enseñó que el corazón humano en todos los tiempos está tentado a convertir las riquezas en Dios y el poder político en Leviatán absoluto para esclavitud de los súbditos. La luz de Cristo, que la Iglesia cuida y transmite, es que ni el poder ni las riquezas deben aceptarse como dioses, sino transformarlos con sabiduría en instrumentos preciosos para superar las necesidades, debilidades y divisiones humanas.
Además la Iglesia en veinte siglos ha aprendido mucho sobre los reinos de este mundo. En su “enseñanza social” hay mucha sabiduría sobre el uso de la economía y de la política con un trípode para la paz social: la absoluta dignidad humana de toda persona, la solidaridad donde no hay yo sin nosotros y la subsidiariedad donde las instancias grandes refuerzan a las pequeñas. Volveremos sobre esto. ¡Feliz Navidad!