Opinión Nacional

Uno de marxistas

 

 

Sebastián es un renombrado economista chileno, célebre mundialmente por sus trabajos sobre la macroeconomía de los populismos, vive desde hace años en los Estados Unidos.

Vástago de una ilustre y adinerada familia, mi amigo desfogó su rebeldía juvenil y su antagonismo a los valores tradicionales, afiliándose a la Juventud Comunista de su país. Corrían los tempranos años setenta y estos depararon a Edwards la paradoja de que, pretendiendo inicialmente ser un iconoclasta, se vio de pronto convertido en un joven rebelde pero «gobiernero»: a poco de comenzar a militar, Salvador Allende ganó las elecciones de su país. Y es entonces cuando comienza mi cuento de marxistas.

Como cabe imaginar, el chamo Sebastián quiso profundizar en la doctrina y para ello se inscribió en un seminario académico sobre el tomo primero de El Capital de Marx. Marta Harnecker conducía el seminario. La Harnecker, autora de un descolorido y dogmático manual de materialismo histórico y quien hoy es uno de los valedores intelectuales del «socialismo del siglo XXI», era por entonces una profesora chilena de ancestro austriaco sumamente llamativa, dueña de unas prodigiosas piernas realzadas por sus no menos prodigiosas minifaldas. Como para compensar, la profe estaba casada, por más señas, con el temible Manuel Piñeiro (a) Barbarroja, feroz jefe militar cubano responsable de la creación de los aparatos de seguridad de la revolución y de la expansión de los movimientos guerrilleros latinoamericanos en los años 60.

Al seminario santiaguino acudía un grupo de veinteañeros que, como el joven camarada Edwards, se sentían atraídos por la doctrina marxista tanto como por los muslos de la profe. Llevaban una semanas desentrañando verdades eternas, cada uno de ellos provisto de un ejemplar de El Capital I, en la traducción de Wenceslao Roces que publicaba el Fondo de Cultura Económica, cuando se unió al seminario un inesperado alumno oyente, alguien que nadie conocía.

Era algo mayor que el resto de los chamos ­Sebastián le calculó unos treinta años­, con una calva incipiente y un inseparable maletín.

Se sentó al fondo, lejos de los morbosos admiradores de las piernas de la Harnecker apelotonados en las primeras filas. No hablaba, no tomaba notas. Así se estuvo un par de semanas hasta que un día pidió la palabra y se dirigió al grupo. Sólo entonces supieron que el tipo era argentino.

«Compañeros ­dijo, luego de presentarse­, los he estado observando todo este tiempo para cerciorarme de que son un grupo verdaderamente revolucionario. Y debo decir que estoy muy gratamente impresionado: son ustedes genuinos revolucionarios. Es por eso que me extraña mucho que para estudiar El Capital de Marx estén usando una pésima traducción del alemán, hecha por un infame agente de la CIA, Wenceslao Roces, quien además de desconocer la lengua alemana, deliberadamente desliza incongruencias en el texto para confundirlos».

Todos en el salón, incluyendo la profe, se quedaron de una pieza.

¿Se trataría de un loco? Wenceslao Roces era un respetado historiador comunista español en el exilio. ¿Roces agente de la CIA? El argentino, por su parte, no perdió tiempo en aportar ejemplos de la culpable insuficiencia de Roces como traductor de Marx. Para esto leía con suma propiedad una frase del original alemán y la confrontaba con la pobre traducción de Roces. Poco a poco, el grupo se fue persuadiendo de que la traducción de Roces era, en verdad, una estafa. «No hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria ­dijo el argentino­, y no puede haber teoría con una traducción que es una mierda. ¿Qué piensan hacer ustedes al respecto?» El grupete deliberó brevemente y uno de ellos propuso algo heroico: aprender alemán.

«Loable, pero no es práctico», refutó el argentino: la revolución estaba ocurriendo en las calles de Santiago y no era cosa de hacerla esperar estudiando alemán. Entonces abrió su maletín al tiempo que decía: «queridos compañeros: yo les he traído la solución».

Y les mostró un ejemplar de El Capital, en traducción de Pedro Scaron y editado por «Siglo XXI», casa que por entonces se decía, no sé con cuánto fundamento, era manejada en las sombras por los trotskistas. El argentino era un vendedor de «Siglo XXI». En cierto modo, un socialista del siglo XXI. Hizo su agosto y desapareció.

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