Woody Allen en Barcelona
Desde hace ya tiempo, las películas de Woody Allen me han parecido bastante flojas. Me da la impresión de que su asombrosa productividad, en vez de ayudarlo, lo ha perjudicado como creador. Sus películas se han convertido en una rutina, productos que saca cada año con la falta de ambición y locura de quien redacta noticias cada día. Apenas uno no sale del cine, los personajes y la trama comienzan a desvanecerse de la memoria o a confundirse con los de sus otras películas.
Pero, pese a este declive, las películas de Woody Allen siguen siendo para mí una tradición anual. Por más que me irriten algunos diálogos, y que advierta lugares comunes, estereotipos y frivolidades, sigo disfrutando cada película lo suficiente como para ver la próxima. He crecido con las películas de Woody Allen y mi gusto por él quizá es –como decía Forster de Austen– un “asunto familiar.” Pero lo bueno es que esta lealtad familiar a veces es premiada con personajes o escenas conmovedoras que me hacen entender porque alguna vez me convertí en su admirador.
Así me pasó con su última película, “Vicky Cristina Barcelona,” la cuarta en fila que hace en Europa. La trama es ingeniosa y revela influencia tanto de Truffaut como de Henry James. Dos cercanas amigas, Vicky y Cristina, deciden pasar un verano en la casa de un familiar de Vicky en Barcelona. Aunque las dos son jóvenes y atractivas, las personalidades son polos opuestos. Vicky es una mujer inteligente, analítica, escéptica, que cursa estudios de postgrado y se va a casar con un exitoso abogado. Valora el orden, el compromiso y la estabilidad, y es alérgica a la aventura. Cristina, por su parte, es espontánea y romántica, y siempre anda en busca de experiencias nuevas, preferiblemente si acarrean riesgo y pasión. Tiene fuertes necesidades expresivas que busca canalizar a través del arte, y aunque no es depresiva, nunca está satisfecha con lo que tiene. Cualquiera que sea su situación, siempre siente que hay algo esencial que le falta.
Al llegar a Barcelona Vicky y Cristina conocen a Juan Antonio, un pintor que en la primera conversación les propone un ménage à trois. A Vicky Juan Antonio le parece un Don Juan de pacotilla, pero Cristina siente una fuerte atracción por él. Y, gracias a la atracción de Cristina, Juan Antonio se las ingenia para llevarlas un fin de semana a Oviedo, su pueblo natal. En Oviedo Juan Antoinio seduce la primera noche a Cristina, pero justo cuando le va a hacer el amor por primera vez ella se enferma del estómago y pasa dos días en cama. Juan Antonio no deja que la mala suerte le empañe su viaje. El resto del fin de semana lo pasa con Vicky, a la que poco a poco va hechizando con su talento seductor. La última noche, después de ablandar sus defensas con varias botellas de vino, Juan Antonio le hace el amor en un jardín caliente y húmedo, con el eco de un concierto nocturno de guitarra española.
Aquí comienza la segunda parte de la película. De regreso en Barcelona, Juan Antonio no insiste en una relación con Vicky porque no tiene mucho en común con ella y, más aún, sabe que está comprometida. Entabla, entonces, una relación amorosa con Cristina, que rápidamente cae bajo su hechizo y se muda con él. Al poco tiempo de vivir juntos aparece para completar el cuadro la loca e inestable ex esposa de Juan Antonio, María Elena, que está en medio de una crisis emocional que obliga al pintor a hospedarla en su casa. Al principio a Cristina no le gusta la idea de vivir con la ex, y Juan Antonio le asegura que la estadía es temporal, pero luego Cristina y María Elena se amistan y comienzan a vivir en un armonioso ménage à trois. Según Juan Antonio, su relación con María Elena nunca había funcionado porque faltaba un elemento. Ese elemento, resulta ser, era Cristina.
Todo esto lo ve Vicky con envidia. Para Juan Antonio la noche que pasó con Vicky en Oviedo no fue gran cosa, pero para ella fue una experiencia casi sísmica que resquebrajó sus certezas sobre su matrimonio y su futuro. Ya no está segura si ama a su prometido, que al lado de Juan Antonio es un hombre del montón. Ya no está segura si quiere la vida que, hasta que llegó a Barcelona, había planificado para ella. Ahora no puede dejar de pensar en Juan Antonio y de añorar una vida excitante con él. Su vida transcurre en los tristes márgenes de la fogosa relación del pintor con Cristina y María Elena.
Woody Allen da igual importancia tanto a la historia de Vicky como a la de Cristina, pero el fuerte de la película es Vicky: esa tensión que surge entre su lado racional y el anhelo que Juan Antonio despierta en ella (la palabra en inglés, “longing,” es mucho más bonita y precisa). Lo interesante es que este anhelo, aunque tienen un componente sexual, va mucho más allá del sexo. Para Vicky Juan Antonio es una posibilidad de liberación de instintos hasta ese momento reprimidos. Gracias a él, resucita una dimensión más sensual y atrevida de su personalidad que, sin darse cuenta, la razón y la rutina habían logrado domar y marginar. En Juan Antonio, Vicky ve la posibilidad de negarse a sí misma o de por fin ser ella misma. Él representa al mismo tiempo un escape y una reafirmación de su personalidad.
Vicky –como sus precursoras Emma Bovary y Anna Karenina– es una sutil muestra de cómo detrás de la infidelidad, o el deseo de ser infiel, se embosca a veces una profunda inquietud existencial. La empatía que sentimos por ella es una prueba de que entendemos que su infidelidad no es una simple vagabundería, sino un anhelo de algo más complejo y misterioso, que no es fácil echar a un lado y tiene que ver con cosas profundas como la necesidad de pasión y romance, el deseo ilusorio de ser completados por otra persona y las obstinación con la monotonía y la rutina. Un “querer-más,” en definitiva, que tiene una dimensión carnal, pero también –y esto es lo conmovedor– una importante dimensión metafísica.
Todo esto lo capta con madurez Rebecca Hall, la actriz que interpreta a Vicky. Hall hace lo que hacen todos los buenos actores: convencen al público que el papel está hecho para ellos. Que nadie más puede interpretar ese papel porque ellos son el personaje que interpretan. Su talento y su físico –su rostro largo, su boca caballuna y ese tamañote que ella, a diferencia de las modelos, pareciera llevar con incomodidad, como un defecto– la ayuda a sobresalir sobre los demás. Pero la ayuda aún más que su personaje es el que ofrece mayores posibilidades. Por ejemplo, el talentoso actor Javier Bardem impresiona no por la manera como capta la sutilezas de Juan Antonio, sino porque se la arregla para que un personaje sin muchos matices sea creíble.
Como el sexo vende, se ha publicitado mucho el ménage à trois entre Cristina, María Elena y Juan Antonio, específicamente la escena en la que Cristina y María Elena (Scarlett Johansson y Penélope Cruz) se besan bajo la luz roja de un estudio de fotografía. Pero el erotismo de esa escena no se compara con el de algunas escenas de Vicky. Hay algo muy sensual en esa batalla que detona Juan Antonio (y Barcelona) entre los dos lados de su personalidad. Ver como el anhelo de Vicky amenaza con arrollar estructuras que, durante mucho tiempo, han determinado y restringido su estilo de vida, puede ser para el espectador una experiencia excitante, una demostración de que el erotismo de una mujer no está sólo en su belleza física o su personalidad, también en la situación en la que se encuentra. Y la situación de Vicky, que involucra la trasgresión de un marco sólido de comportamiento, tiene una fuerte carga erótica.
El trasfondo sensual y erótico de la película es reforzado por los paisajes y la hermosa fotografía, pero sobretodo la música. Desde que fui a ver “Vicky Cristina” hace unas semanas, he estado escuchando “Gorrión,” “Granada,” “La Ley del Retiro,” “Big Brother,” piezas y canciones que Woody Allen utiliza en la película con tacto y economía. Y me da la impresión de que algunas de las piezas, además de sensualidad, expresan muy bien la profundidad del anhelo de Vicky. O puede ser al revés: quizá es la trama de la película la que, en mi mente, ha impreso esa pátina en la música.
En todo caso, en estas mañanas cálidas y húmedas de verano, en las que Washington –con ese sonido ensordecedor de los insectos– pareciera reafirmar su cercanía al Sur, estas canciones me ponen a veces en un estado de ánimo nostálgico. La música me ha hecho recordar esos amores posibles que por torpeza o mala suerte nunca logré concretar. Esos amores que persisten en la memoria y que, de tanto en tanto, resurgen con sorpresiva intensidad. Amores que quizá son bellos y poderosos porque –como dicen Juan Antonio y María Elena– nunca se consumaron.