Opinión Nacional

La triste y trágica historia de Cuba, la revolución

«Este enero la difunta cumple un nuevo
aniversario, habrá flores, vivas y canciones, pero nada logrará sacarla del
panteón, hacerla volver a la vida. Déjenla descansar en paz y comencemos
pronto un nuevo ciclo: más breve. Menos altisonante, más libre».

Yoani
Sánchez, La Habana

1

Puede que ningún proceso
político haya contado en toda la historia de América Latina con mejores
auspicios y mayor respaldo espiritual y político que la revolución cubana.

Nunca un acontecimiento político había contado con un apoyo tan masivo y
generoso por parte de nuestros mejores intelectuales, nuestros mejores
artistas, nuestros mejores académicos y hombres de letras. Cineastas,
pintores, escultores, novelistas, historiadores, filósofos, periodistas e
incluso sacerdotes de las distintas iglesias de América Latina y de Europa,
personalidades de África, Asia y para inmensa sorpresa incluso de
Norteamérica corrieron a declararle su respaldo a la revolución cubana.

Emblemática la presencia de Jean Paul Sartre y de Simone de Beauveoir, los
mandarines de la cultura europea, en la Cuba castrista de los comienzos
revolucionarios. Sería mezquino desconocer que tal respaldo se sustentaba en
razones más que suficientes: heroicidad, desprendimiento, entereza,
sacrificio y un voluntarismo preñado de inteligencia y lucidez por parte de
sus protagonistas hicieron de la gesta revolucionaria cubana un
acontecimiento histórico único, ejemplar, paradigmático. Travestido de
suficientes elementos románticos e idealistas como para movilizar los
mejores sentimientos en quienes, desde los comienzos de la cultura
occidental y judeocristiana, apuestan a la bondad contra la maldad, a la
generosidad contra el egoísmo, a la grandeza contra la mezquindad. .Parecía
cumplirse a plenitud el anhelo de ver triunfar una causa bella y justa en
pleno siglo XX, cuando ya se perfilaba el fracaso y la miseria de los
socialismos reales. Algo difícil de creer.

El tiempo se
encargó de demostrar a poco andar que tal conjugación de elementos
admirables obedecía más al insólito talento de su máximo líder para
mistificar, manipular, embellecer y torcer la verdad de los hechos tras las
bambalinas de su genialidad mediática que al auténtico decurso de los
sucesos. Antes que enfrentar una todopoderosa dictadura dotada de todos los
elementos del poderío bélico, los guerrilleros cubanos se enfrentaron a un
ejército corrompido y desmoralizado. Antes que librar una auténtica guerra
entre dos enemigos mortales, la cubana fue una sucesión de miserables
escaramuzas entre unos soldados en desbandada ­ comprados sus generales con
el respaldo financiero de los Estados Unidos ­ y unos aventureros carentes
de toda auténtica ideología revolucionaria. En su gran mayoría, soldadesca
al servicio de la desaforada ambición de un pistolero inescrupuloso y
temible, que supo usurpar un movimiento auténticamente liberador pero
profundamente democrático, como el que libró las más importantes batallas en
la clandestinidad de las ciudades. Antes que a la lucha de un pueblo contra
un Poder omnímodo, la caída de Batista obedeció al desmoronamiento de un
sistema de dominación podrido y al asalto de un golpista profesional carente
de los más elementales principios y dispuesto a recurrir a los métodos más
ruines y abyectos para entronizarse en el Poder. No todo lo que brillaba era
oro: también en la Cuba revolucionaria se cocían habas.

De
eso se supo y en abundancia desde mediados de los sesenta y particularmente
desde comienzos de los 70’s, cuando el caso Padilla le reventara en el
rostro a la intelligentzia revolucionaria mundial. La ominosa autocrítica
del poeta, escenificada en el más estricto remake de los juicios de Moscú
coincidió con el inmediato alineamiento del gobierno cubano con las tropas
soviéticas que invadían Praga para aplastar a sangre y fuego la revolución
primaveral liderada por Dubcek. Cuba era un caso más de dictadura comunista.

Nada nuevo bajo el sol.

2

Ya incluso antes del brutal
aplastamiento de la primavera de Praga por parte de las tropas del Pacto de
Varsovia y la decisión de Fidel Castro por respaldar la intervención
soviética habíamos comenzado a recibir signos desalentadores del auténtico
significado de la revolución cubana y su naturaleza tan burocrática,
policial y represiva como cualquiera de los regímenes del bloque socialista.

Las voces críticas de algunos intelectuales amigos que, como yo, vivían en
Berlín Occidental, no podían ser más alarmantes. Recuerdo en particular la
feroz andanada contra la naturaleza dictatorial del liderazgo de Castro que
me expusiera Hans Magnus Enzensberger luego de su más reciente viaje a la
isla como miembro del jurado del Concurso Casa de Las Américas, imposible de
ser rebatida desde la óptica libertaria y anti stalinista que caracterizara
entonces al movimiento estudiantil berlinés, del que yo era un muy activo
militante. Para Enzensberger, como para otros intelectuales alemanes de
izquierda, la cubana ya era a fines de los sesenta una dictadura tan
dictatorial como cualquiera de las grises y tenebrosas propias del bloque
soviético. El encantamiento inicial, fortalecido por las luchas de Vietnam
contra los Estados Unidos, parecía estar llegando a su fin. Y eso que «la
revolución» no cumplía aún sus primeros diez años de vida.

Cuando reventó el caso Padilla, el divorcio fue total. Fieles en su respaldo
a Castro y al castrismo ­ que no a la revolución cubana, ya abiertamente
traicionada y metamorfoseada en una dictadura latinoamericana más, así se
declarara socialista, anti norteamericana y anticapitalista, pero sobre
todo nacionalista y caudillesca ­ sólo permanecieron los clásicos
compañeros
de ruta de la izquierda latinoamericana y mundial: comunistas, guevaristas,
castristas e intelectuales de una izquierda genérica incapaz de distinguir
entre el marxismo liberador y el estalinismo soviético, como Benedetti,
García Márquez, Galeano y esa pléyade de políticos e intelectuales
comprometidos material y afectivamente con el régimen castrista. Los más
importantes de entre los intelectuales progresistas latinoamericanos, desde
Octavio Paz hasta Carlos Fuentes y desde Jorge Edwards hasta Ernesto Sábato,
desde Mario Vargas Llosa hasta Juan Rulfo, entre muchos otros, se
distanciaron del régimen cubano desde entonces y para siempre. La pregunta
acerca de la naturaleza liberadora de las revoluciones y su extraña y nunca
aclarada conversión en regímenes dictatoriales, opresivos y reaccionarios,
que alimentara en su momento al trotskismo e incluso al maoísmo, no fue
jamás contestada. Ese tránsito desde regímenes de excepción caracterizados
por la presencia avasallante y arrolladora de masas emancipadas, creativas y
espontáneas, a sistemas de dominación policíacos, opresivos y burocráticos
al mando de un caudillo todopoderoso quedó oculto y solapado en el caso
cubano por la presencia del lider que tanto dirigió la insurgencia como
administró el régimen carcelario en que devino. Castro, la perfecta
simbiosis entre el insurgente y el represor.

Todo un sistema
de significantes, una arquitectura de conceptos y enmascaramientos, de
engaños y refracciones sirvió a la estafa: Fidel Castro pasaba aparentemente
sin mayores hiatos de guerrillero heroico a Jefe de Gobierno, y de
Secretario General del Partido Comunista a comandante supremo de las Fuerzas
Armadas. La revolución se había esfumado en pocos años tras la mampara de
hierro del castrismo soviético: dentro de la revolución todo, fuera de la
revolución nada. O sometimiento total o aniquilación absoluta. La clásica
receta totalitaria, no importa si hitleriana, fascista o castrista.

¿Cincuenta años de revolución? No llegó a cumplir diez años y ya había
desaparecido tras un detallado catálogo de horrores, presos políticos,
confesiones, desterrados y hambrientos. Lo que ha cumplido cincuenta años es
el régimen castrista, no la revolución cubana. Llamemos a las cosas por su
nombre.

3

No es el pueblo cubano el responsable por la
supervivencia cincuentenaria del castrismo: es Castro y su régimen
policíaco. Verdadero flautista de Hamelin, ha atesorado todos los emblemas,
todas las imágenes, todo los recursos de sus fabulas y sus ditirambos con
los que ha montado el monumental tarantín de su mitología para llevar a su
pueblo a los máximos extremos del heroísmo y la incuria, de la apatía y la
atrofia; del sacrificio y el renunciamiento. Sin darle nada a cambio que no
fueran las fruslerías de una falsa identidad, la tenebrosa apología de si
mismo y la amenaza perenne del castigo patriarcal y castrador del pater
familias ante el menor atisbo de deslealtad al compromiso mesiánico. Sobre
ese escenario ha desplegado sus fabulosos atributos de manipulador político:
ha apretado las tuercas del hambre hasta la indigencia y ha aflojado los
pernos de la gloria según la circunstancia política. Ha reprimido a fondo y
ha liberalizado según la partitura de su sapiencia. Cazurro, habilidoso,
mañoso y aterrador, tramposo, terrorista y conciliador. Ambicioso hasta
extremos siderales, tozudo e inescrupuloso como la maquiavélica naturaleza
que corporizó desde niño mejor que nadie. Todo a la vez, puesto en acción
según el orden del tiempo: líder, vanguardia, caudillo, patrono, brujo,
chamán, guerrero, pastor, chantajista, adulador, castrador, mito de su
propia mitomanía.

Hitleriano hasta la médula, ha logrado el
prodigio de su supervivencia mediante un extraño mecanismo de doblaje
psicológico internalizado en las depauperadas masas cubanas según la
economía política de la miseria: Fidel es el revolucionario; Castro el
Estado. Fidel, el amigo; Castro, el vengador. Fidel, el nombre, carga
consigo el recuerdo inalterado de una revolución amistosa y solidaria que
fue y a la que nadie o casi nadie le niega sus virtudes. Castro, el
apellido, la marca de fábrica del más represivo de los regímenes jamás
montados en América Latina. Un régimen esencial, medularmente fascista
construido sobre las glorias efímeras de un auténtico despertar
revolucionario. Castro ha vivido de Fidel durante más de cuarenta años.

Fidel ha decorado las páginas ominosas de Castro para desventura de un
pueblo consumido por una tragedia.

Fidel ­ el
revolucionario – ha muerto, desde luego. Castro ­ el dictador -sobrevive
apegado a una vejiga artificial. Una farsa del primero y triste remedo del
segundo logra el prodigio de revivirlos en Venezuela, a la sombra de una
democracia decadente que olvidó y traicionó sus orígenes. Puede que un
extraño paralelismo acompañe nuestros destinos. Y así como la revolución
cubana nació al aire de la liberación venezolana, muera ahora y reviva
democráticamente al fragor del renacimiento de nuestra postergada revolución
democrática. Una trágica, una triste historia que espera por un final feliz.

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