Opinión Nacional

Los dibujos instantáneos de Cartier-Bresson

Viendo el documental “The Impassioned Eye” (Arthouse Films, 2003), del director, Heinz Bütler, uno se da cuenta del inmenso amor que sentía por la pintura Henri Cartier-Bresson. Uno ve a un Cartier-Bresson ya viejito dedicando sus días exclusivamente a pintar y dibujar. Uno lo ve visitando el Louvre para ver sus obras más queridas. Uno lo ve hablando de la fotografía casi como una subcategoría de la pintura (“para mí la fotografía siempre fue una manera de pintar”). Y uno lo ve hablando con más ánimo y mayor frecuencia de pintores que de fotógrafos.

¿Fue la pintura su principal amor? Si no fue el principal, ciertamente fue el último y, también, el primero. Porque Cartier-Bresson no sólo murió dibujando –a los 95 años–, también comenzó su carrera artística queriendo ser pintor. Y, por un tiempo, se tomó muy en serio esta ambición, estudiando con el pintor y escultor cubista, André Lohte, a quien luego responsabilizaría de enseñarle todo lo que sabía de fotografía. ¿Qué lo hizo abandonar la pintura para convertirse en fotógrafo? Según él, un factor importante fue una fotografía de Martin Munkacsi, en la que aparecen tres niños africanos desnudos corriendo hacia el oleaje del lago Tanganyika. Ver esa foto –una muestra de perfecta unión entre fondo (la felicidad y vitalidad de los niños) y forma (la belleza plástica de sus cuerpos)– fue como una revelación. Lo hizo entender que una fotografía “podía fijar la eternidad en un instante.” Lo empujó a soltar los pinceles, comprar una cámara y salir a la calle.

Salir a la calle es un decir, porque lo que terminó haciendo Cartier-Bresson fue recorrer el mundo con su cámara Leica. Durante las siguientes décadas, su pasión por la fotografía lo llevó a visitar decenas de países y a documentar para varias revistas algunos de los grandes eventos del siglo –desde la Guerra Civil española y el asesinato de Gandhi (que casi vio con sus propios ojos), a la liberación de París y la llegada de los comunistas a China. También lo llevó a retratar a muchos de los grandes hombres de su época, como Sartre, Camus, Beckett, Faulkner, Stravinsky y Giacometti. ¿El resultado? En esos años Cartier-Bresson pasó de ser un simple aspirante a pintor a ser uno de los grandes fotógrafos del siglo XX.

Lo que eleva a un artista a la grandeza es siempre complejo y misterioso, pero en el caso de Cartier-Bresson uno podría comenzar con su accesibilidad. Es decir: la calidad, la profundidad y el encanto de su obra se impone sobre uno, cerrando hasta el mínimo posible los espacios para la incomprensión y la subjetividad. Con muchos artistas el camino al goce estético está lleno de piedras. Uno tiene que, literalmente, aprender a apreciarlos. Pero con Cartier-Bresson ocurre lo contrario. Para apreciar su talento no hay que escarbar mucho, ni estudiar, ni aguzar los sentidos, porque la calidad de su obra lo acorrala a uno.

El segundo aspecto que se debe resaltar de su obra es la geometría. Este es el fuerte de Cartier-Bresson, y quizá el denominador común más reconocible en su trabajo. En las fotografías de Cartier-Bresson todo parece estar en su lugar. Hay algo sutil y delicado en la manera como las líneas, las texturas y las formas –sombras, paredes, calles, columnas, personas– se relacionan unas a otras, creando misteriosos patrones, arreglos y armonías. Ver las fotos de Cartier-Bresson tiene un efecto doble. Por un lado, dan placer al ojo, y por el otro, nos recuerdan que la mayoría de nosotros nos pasamos la vida mirando sin ver. De que, a la vuelta de la esquina, en los lugares más inesperados, no podemos topar con patrones y geometrías que, si somos receptivos, pueden causarnos el mismo goce estético que nos causa una visita al museo.

Sin embargo, su ojo para la geometría no era lo único que lo hacía un gran fotógrafo. Cartier-Bresson tenía una cualidad inefable –una suerte de olfato o refinada sensibilidad– que lo hizo tomar muchas fotografías donde el fondo prevalece sobre la forma. Esto es evidente en sus retratos. Los que hizo de Matisse, por ejemplo, son, a la vez que retratos, meditaciones sobre la vejez y la enfermedad. En el famoso de Faulkner se transparenta en la postura del autor la avasalladora determinación con que escribía sus novelas. Y en el de Alexander Calder uno casi puede escuchar su voz ronca y percibir su agudo sentido del humor.

Cartier-Bresson estaba muy consciente de la importancia de estas virtudes. De ellas habló cuando unos años antes de morir, en una entrevista con Charlie Rose, dijo que detrás de una buena fotografía había siempre “una combinación de forma, geometría y sensibilidad.” O cuando, en un ensayo famoso, apuntó que la fotografía es “el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, del significado de un evento, así como de la organización precisa de formas que da al evento su expresión adecuada.” Para Cartier-Bresson la fotografía no era más que eso: buscar en cualquier evento esa simbiosis que vio en esa fotografía de Munkacsi que lo inspiró a cambiar de profesión.

Una frase que está ligada a la obra de Cartier-Bresson –y que fue incluso título de Images à la sauvette en su edición anglosajona– es la del “momento decisivo.” Ella normalmente se usa para referirse al carácter escurridizo de las imágenes de Cartier-Bresson. Imágenes que, si hubiesen sido tomadas una fracción de segundo antes o después, hubiesen perdido su valor. A mí esta frase –que tiene algo de eslogan publicitario– no me gusta mucho. Porque, aunque es verdad que algunas de sus fotografías fueron tomadas en el “momento decisivo” (como la famosa de St. Lazare), muchas otras han podido ser tomadas unos segundos después y hubiesen sido igual de valiosas. Más aún, me parece que la frase simplifica un poco lo que está detrás de sus mejores fotografías.

Pero vista desde otro ángulo esta frase no es tan hueca como parece. Porque algo que llama mucho la atención sobre Cartier-Bresson –sobretodo en esta era de Photoshop– es su total desinterés en el lado técnico de la fotografía, donde indudablemente hay espacio para la creatividad. Cortar una fotografía era para él una acción sacrílega. Toda su carrera se aferró a su camarita Leica. No le interesaba revelar sus propias fotografías. Y nunca tomó fotos a color. Según él, la creatividad en la fotografía se reducía a la fracción de segundo en que se toma la foto. “Tu ojo debe ver una composición o una expresión que la vida te ofrece, y entonces debes calcular con intuición cuando hacer clic con la cámara. Ese es el momento en que el fotógrafo es creativo.” En definitiva, el momento decisivo puede ser visto como el único momento creativo del fotógrafo.

¿Es válida esta filosofía? A mí me parece un poco arbitraria. Así como el novelista manipula, corta, distorsiona y reordena la realidad para expresar verdades profundas, no veo razón por la cual al fotógrafo se le deba prohibir hacer lo mismo. Además, ¿no es el rectángulo de la Leica tan tramposo y artificial como cortar una fotografía? ¿Por qué limitarse a ver la vida a través de un marco rectangular de muy específicas dimensiones? Esta filosofía es tan arbitraria como la del cineasta que se niega a utilizar sonido o color en sus películas.

Pero al mismo tiempo todos los grandes artistas tienen sus reglas y métodos para canalizar y ordenar el caos de la realidad. Como decía Cezanne, todos necesitan un sistema que reduzca y simplifique el horizonte de infinitas posibilidades que confronta cada artista a la hora de crear. Y es posible que el marco que se impuso Cartier-Bresson sea inseparable de la calidad de su obra. Quizá su aguda sensibilidad fue en parte el resultado de creer que el momento creativo se limitaba a ese clic. Eso lo forzó a ver mejor y a prácticamente convertir su Leica en una extensión de su cuerpo.

Algo que siempre me ha llamado mucho la atención de la biografía de Cartier-Bresson es como, hacia el final de su vida, perdió el interés en la fotografía y volvió a enfocarse en la pintura. En varias entrevistas Cartier-Bresson desestimó la importancia de este cambio, diciendo que, en el fondo, las dos disciplinas buscaban lo mismo con diferentes medios, y que él siempre había visto la fotografía como una forma de “dibujo instantáneo.” A veces me pregunto si este cambio tendría algo que ver con esta reducción del proceso creativo del fotógrafo al momento del clic. ¿Sería eso a lo que se refería cuando dijo que la fotografía era una profesión “modesta”? ¿Buscaría en la pintura una actividad en donde la ejecución creativa fuese algo más que reconocer algo especial y apretar un botón? Quizá. Después de todo, la fotografía es una disciplina extraña, que habita ese espacio gris entre la labor del crítico, el espectador y el creador.

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