El pequeño monstruo
En el ferry, yendo hacia ese paraíso que es la isla de Margarita, vivimos un infierno ocasionado por un «pequeño monstruo» que tendría año y medio de edad, sano y bonito. Digo «pequeño» sólo por su tamaño, porque el ruido que hacía y las molestias que causaba eran dignas de un iguanodonte. Se trata, ni más ni menos, del niño más malcriado que he visto -y oído- en toda mi vida.
Todo, absolutamente todo, lo pedía a grito herido, gritos de rabia. Y todo, absolutamente todo, lo rechazaba a grito herido también. No quería comer, no quería jugar, no quería pasear, no quería dormir. Lo cuidaba la hermanita mayor, de unos once años, quien literalmente ya no sabía qué hacer con el muchachito que en sus brazos se arqueaba de pura malacrianza. La mamá, impertérrita, lo veía desde lejos y se hacía la loca. ¡Hasta se puso un pañal alrededor de la cara y se durmió!& la única que durmió en el entorno, pues ningún ser humano normal podía dormir con aquella gritería. El papá ni siquiera veía al niño. Pero cuando se veían entre él y su esposa, se reían. ¿De qué se reirían?… Todavía intento explicármelo. Porque si les parecía una «gracia» el berrinche de su hijo, les aseguro que nadie compartía ese parecer. La educación debe comenzar el primer día de nacido un niño.
¡Qué terrible es criar a un niño haciéndole creer que se merece todo y que lo puede todo! Y lo peor es que los padres que así actúan no se dan cuenta de que lo que ellos no le enseñan a sus hijos en la casa por las buenas, se los enseñan en la calle por las malas, más tarde o más temprano. Arruinan así la vida a sus hijos y estropean la de los demás.
¡Y Dios salve que uno de esos malcriados impulsivos y compulsivos llegue a detentar un cargo público! Sólo imagínenlos: son los que quieren imponer su voluntad a costa de lo que sea, por el medio que sea, duélale a quien le duela. Son los que creen, porque así les hicieron creer, que son infalibles, que su opinión es la única opinión, que son la encarnación misma de Dios en la tierra. Como Jalisco, si no pierden, arrebatan. La mala crianza se convierte en patología.
Me bajé del ferry con alivio de haber llegado y con un gran dolor de cabeza. Y le agradecí a mi mamá todos los «mere mere con pan caliente» que me dio cuando estaba creciendo.