Con los ojos abiertos
Este año se cumple el 75 aniversario del asesinato de Sandino, ocurrido el 21 de febrero de 1934. Tenía 39 años de edad, con lo que entró en el panteón de los héroes que mueren jóvenes, de todas maneras un requisito de la leyenda la muerte en plena juventud. Eran los años de su juventud madura, o de su juventud pletórica. Y esto de que el héroe, para serlo de verdad, no puede traspasar el umbral que lleva hacia la vejez, y así hacia el deterioro físico, y no pocas veces mental, lo deja claro Joseph Campbell, quien apunta con lucidez clásica cuáles son las etapas que se deben cumplir para trascender en la memoria, y quedarse para siempre como arquetipo del heroísmo.
Primero, la purificación, a la usanza de los caballeros andantes, paso que el mismo don Quijote da al velar toda la noche sus armas en el patio de la primera posada en que para, antes de seguir por los caminos a cumplir sus hazañas; luego, la entrega total, a brazo partido, a la causa que mueve al héroe; y por último la muerte temprana. Lo demás, queda para el mito que construirán las venideras generaciones, una especie de resurrección permanente. Y a todo este proceso, ¿cómo llamarlo sino la pasión, a la manera en que los evangelios entienden el término pasión? Pasión y muerte.
33 años tenía Eva Perón cuando murió, y si ha terminado sus días en la vejez, seguramente el mito se habría derrumbado, carcomido por la polilla de los años, como a lo mejor se hubiera derrumbado también el del Ché Guevara sino cae en combate a los 39, exactamente la edad de Sandino a la hora de su propio sacrificio. ¿Quién puede imaginar a Sandino a los 70, o al Ché a los 80, desgastados por la edad, y por la acción implacable de los años que arrastran cambios de escenarios y circunstancias, y acumulan la cauda de errores, debilidades y fracasos que son la piel de la longevidad? Morir joven es el privilegio de los amados de los dioses; y la pena de los dioses es no morirse nunca, recuerda Rubén en el Coloquio de los Centauros.
Quedan en el catálogo de Joseph Campbell quienes mueren a traición tras haber cumplido su hazaña en defensa de la soberanía nacional de un pequeño país, como Sandino, o empuñando el fusil ya sin esperanzas, como el Ché en Bolivia, o en una cama de hospital, como Eva Perón, amada por las masas y desfigurada por la agonía; pero también entran en ese catálogo Marilyn Monroe, la empleadita de tienda que llegó a ser estrella de cine, tal como la ensalza Ernesto Cardenal en su poema, o James Dean, el héroe de la rebeldía sin causa de los años cincuenta, o John Lennon, asesinado por un fanático. Por eso es que están juntos en las tiendas que venden suvenires con sus efigies, Marilyn Monroe, o John Lennon, o el Ché Guevara, no importa, ya todos son estrellas pop. Son la leyenda entre los jóvenes, porque eran jóvenes a la hora de su muerte.
Pero de manera esencial, está de por medio la rebeldía en el camino marcado hacia el heroísmo. Durante sus vidas cambiaron algo en la sustancia de su tiempo, se rebelaron contra algún tipo de conducta establecida, fijaron para siempre su imagen en base al rigor de una hazaña, o de un puñado de hazañas, que los llevaron a la eternidad esquiva, no importa que luego sean convertidos en símbolos comerciales, afiches, camisetas, amuletos, marcas, o que se hagan películas y se escriban libros sobre ellos. Todo esto del culto comercial podríamos verlo más bien como consecuencia de la heroicidad, ese consenso que se transmite de generación en generación, esa chispa mágica sin la que ningún aparato publicitario que se empeñara en mantener viva una figura, podría sobrevivir.
Sandino, que peleó a la cabeza de un puñado de hombres humildes, artesanos y campesinos iletrados para expulsar a las fuerzas de ocupación de la marina de guerra de los Estados Unidos entre 1927 y 1933, seis años de una dura guerra desigual, David contra Goliat, está en ese panteón de los héroes que murieron jóvenes, sacrificados por su ideal de rebeldía, pero no brilla su nombre en las marquesinas mundiales como debería, olvidado por unos, tergiversado por otros. Pero no le falta ninguno de los requisitos del heroísmo de los elegidos de los dioses.
Dejó su vida común de trabajador petrolero en México para regresar a Nicaragua al llamado de esa voz que desde los cielos reclama a los héroes entrar a cumplir su destino, cuando Nicaragua fue invadida por las tropas extranjeras. Veló sus armas una noche triste en el cerro del Común, en absoluta soledad, preguntándose si debía emprender la lucha contra un ejército mil veces más grande en poderío que su pobre columna de treinta hombres mal comidos y peor armados, y la voz de los cielos le respondió que sí, porque “el hombre que de su patria no exige más que un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído, sino también ser creído”. Palabras simples pero cargadas de verdad. Y cuando las palabras simples están cargadas de verdad, es que surge la poesía.
Y tras seis años de combates, deshaciendo entuertos, emboscando malandrines y descabezando marionetas, al salir el último soldado de las tropas de ocupación entregó sus armas como caballero andante que siempre fue, fiel a sus promesas, y entonces, el peor de todos esos malandrines contra los que había luchado, Anastasio Somoza, que empezaba a consolidar el poder de medio siglo que heredaría más tarde a sus hijos, mandó emboscarlo y ordenó asesinarlo. En las historias de los héroes hay siempre un verdugo. El héroe y el rufián.
Si pequeña es la patria uno grande la sueña, alza la voz Rubén en un recóndito extremo del paisaje natal. No hay patria pequeña a la hora de defenderla, responde Sandino desde otro confín oscuro del mismo paisaje en el que las fantasmagorías del vicio político se repiten sin fin, miasmas de un pantano que parece inagotable, y donde deambulan las quimeras lanceadas en el costado por los malandrines. Un sueño siempre interrumpido por las peores pesadillas. Pero el héroe joven siempre vigila, es su oficio para siempre, porque la inmortalidad consiste en eso, en dormir con los ojos juveniles abiertos.
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