Un abrazo de Dios
Hace veinticinco años, en mi recorrido por Israel me encontraba en Jerusalén. Eran las seis de la tarde y decenas de judíos rezaban frente al Muro de los Lamentos a la vez que sonaba la sirena para la oración de la tarde en las mezquitas musulmanas. En aquél momento lleno de devoción, de magnificencia, de encuentro espiritual entre fieles de diferentes credos, me descubrí rezando y agradeciendo a Dios por la oportunidad que me brindó de visitar Tierra Santa y arrodillarme para besar el lugar donde nación Jesús. Fue un minuto que intenté alargar para guardarlo en mi corazón eternamente porque la excelsitud de aquella escena me hizo pensar que Dios estaba envolviendo en un abrazo a todos sus hijos de la tierra. Aquél instante me ratificó lo que ha formado parte de mis valores en la convivencia con nuestros semejantes: La paz es posible cuando la voluntad y la generosidad se unen, porque Dios, ese Dios que quiere nuestro encuentro con la bondad, es el mismo para todos.
Ese momento mágico de fe, universalidad y concordia me vino a la memoria en estos días cuando fui testigo del homenaje que se le rindió a la Madre María Luisa Casar con motivo de la entrega del Premio B’nai B’rith de Derechos Humanos el 9 de diciembre de este año. Y ese recuerdo me atrapó porque el otorgamiento de este reconocimiento a una religiosa católica que dedica su vida a «los niños de nadie», como ella misma ha manifestado, por parte de una institución judía creada en 1843 con el fin promover una organización de servicio a la humanidad, pone de manifiesto el compromiso extraordinario y la grandeza que tiene el ser humano cuando encuentra una oportunidad para pronunciarse por medio de la paz en un mundo que se estremece a cada instante con episodios como la discriminación y la guerra que aún hoy, y a pesar múltiples historias vividas, nos asedian.
Este premio se le confiere a quienes de manera desinteresada trabajan en fines filantrópicos como lo es, en este caso, la inclusión de niños desamparados en el Barrio 24 de Marzo en el sector La Bombilla de Petare, para incluirlos en un medio de convivencia y socialización a la vez que enseñándoles dentro del sistema educativo formal a explotar sus capacidades para desarrollarse y tener un futuro prometedor en sus vidas. Sabemos del carácter universal de los DDHH. Y sabemos también que esto significa que debe velarse por su cumplimiento en todas partes del mundo sin discriminación de ningún tipo. Pero cuando uno es testigo de esa maravillosísima universalidad en un ambiente de absoluta armonía y generosidad, nos regocijamos enormemente al ver que la paz manifiesta y materializada sí es posible a pesar de las diferencias.
El ser partícipe de un evento como este, donde la aceptación, el reconocimiento y especialmente la colaboración de la comunidad judía para el mantenimiento y la continuación de una obra en beneficio de una parte de la sociedad venezolana en abandono, sin diferencias, antes bien, haciendo suyo el estandarte de la universalidad de los derechos humanos sin exclusión, es un prodigio que multiplica las esperanzas y nos envuelve en esa lucha por repetir incansablemente que Venezuela guarda en sus entrañas un pueblo mixto y abierto a recibirse, con ganas y voluntad de sacar nuestro país hacia adelante.
Ese reconocimiento que la Fraternidad Hebrea B’nai B’rith de Venezuela dio a la Madre María Luisa Casar es, quizás, una herramienta para recordarnos que la felicidad también se alcanza en los rincones más inimaginables del planeta cuando nos damos con desprendimiento a los demás. Es quizá una nueva muestra de que Dios está ahí para todos. Es un granito de arena en la montaña de amor que podemos dar. Me atrevo a decir que, como muchas otras organizaciones del mundo entero que luchan por el bien de la humanidad, es un abrazo de Dios.