Delirio
¿Qué siente el niño feral arrancado de su manada por la civilización, cuando debe encarar un mundo que le resulta del todo ajeno? ¿Qué artilugios del inconsciente se activan en el esclavo que se resiste a dejar la caverna, apenas habituado a esas sombras que juegan a invocar verdades? ¿Qué shock colosal aguarda a quien vio en su burbuja el único universo posible, cuando todo avisa que esta explotará, en cualquier momento? Nada puede conjurar la realidad indefinidamente, nada puede retenerla para siempre en el vestíbulo. ¿O se sintió realmente seguro el Führer, Herr Wolf, resguardado tras las macizas paredes de su Wolfsschanze –la célebre “Guarida del lobo”- cuando transcurrían los últimos días del Tercer Reich? ¿De qué sirvió a Próspero –ese elusivo príncipe que retrata Allan Poe- atrancar las puertas de hierro de su muralla para evitar que la peste, la aciaga “Muerte roja”, lo alcanzara a él y a su comparsa? De nada, ciertamente. Ninguno de ellos se libró de ser tocado eventualmente por la historia que afuera se gestaba, por más que el horror o la esperanza estuviesen fuera de su vista.
Evadir la realidad, sin embargo, siempre luce como una opción para quienes buscan salvarse, desesperadamente. Negar que el tiempo pasa y la putrefacción azota, ignorar que el cambio es tan inminente como necesario, que las conciencias evolucionan, no deja de tentar a quienes temen perder el control. Se trata de mecanismos aplicados en la búsqueda de íntimos ajustes, a los que recurrimos cuando nuestra psique -cómodamente arrellanada en el espejismo de la eterna permanencia- no está preparada para procesar la pérdida. Pero prolongar la negación de forma indefinida, seguir bailando pasito tun-tun durante el hundimiento aún cuando eso sólo anuncie desgarros, daños irreversibles a propios y extraños, es señal de que el pathos ha hincado su pezuña sin clemencia. Es la amenaza del de-lirare, el pensar “saliéndose del surco labrado”: la creencia improbable que se mantiene con absoluta convicción y como verdad evidente, imposible de ser modificada por la razón o la experiencia.
“En su afán por enrocarse en el poder, en no propiciar una salida al país a través de la convocatoria de elecciones y la liberación de todos los presos políticos, Maduro empieza a estar fuera de la realidad”, apuntaba en días recientes un editorial del diario “El País”, de España. He allí nuestro desarreglo, paseándose sin máscaras. Todo indica que Venezuela es víctima de un delirio de dimensiones estrambóticas, uno que engorda a despecho de los reclamos de ese río de gente que ha desbordado las calles exigiendo soluciones democráticas para la crisis. A merced del psicótico festín no dejamos de preguntarnos si, en efecto, dentro del círculo íntimo del poder que se retrata en cada alocución oficial, habrá quien tenga el valor para hacer que el emperador repare en su desnudez; si más allá del cínico afán de justificar lo injustificable, hay quien sepa leer en las lluvias de piedras y huevos una señal de que -como descubrió el propio Bolívar en su momento- “esta gente no nos quiere”… ¿habrá, acaso, algún “traidor” iluminado?
Lo otro será confirmar que el delirio –y el pecado- es compartido sin reparos, que ese apego por la irracionalidad que forma parte del sello identitario del chavismo ha alcanzado límites inadmisibles. En ese caso, un gobernante impulsado por el numinoso convencimiento de haber sido ungido por algún Dios para extirpar el mal que encarna el enemigo, a quien iguala con el mismo demonio (“el anticristo”, como ahora se le nombra desde Miraflores) habría encontrado muletas perfectas. Hay también extravío en quienes avistan “avalanchas de amor” en el rechazo, sin reparar en la pachotada de su propia distorsión cognitiva. En quienes siembran la imagen del “Hombre fuerte” en medio de un ejército de milicianos, y no notan que un acercamiento a los rostros del mustio regimiento -ancianos, almas famélicas, demasiado enclenques para sostener el fusil- sólo revela una caricatura decadente del poder. Realidad distorsionada, versión esperpéntica de un taimado Quijote, cuya locura es alimentada por quienes lo escoltan e instigan dañosas fantasías.
Pero el empeño sobra, insistimos. No por negarle la entrada, no por propiciar blackouts informativos o invocar patrias inexistentes la verdad ha parado de filtrarse por los resquicios, de tocar la aldaba con escándalos notorios, igual que “un don que nos dejan los dioses cuando nos abandonan”, como dice Laure Conan. Allí está, recordándoles que la violencia descargada contra venezolanos durante las jornadas de protesta de la oposición es responsabilidad que no pueden evadir. También en medio de esa fiesta “alegre y magnífica” que Próspero celebraba dentro del seguro encierro de su abadía fortificada mientras sus súbditos eran diezmados por la peste, logró colarse el infortunio: que no se les olvide. A lo mejor eso los salvaría de la embestida de sus propios miedos, antes de perderse, antes de que la razón agote todos sus ofrecimientos.
@Mibelis