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Venezuela: Atando cabos

Para quienes estamos tomando notas de esa parte de la historia venezolana que se extenderá desde el 6-D hasta el fin de la dictadura de Maduro, es imprescindible seguir los hilos que llevan de un acontecimiento a otro. No se trata por cierto de elaborar causalidades (“las causas no existen”, escribió Hannah Arendt), pero tampoco de leer la historia como resultado de acontecimientos disociados. Hay que atar cabos.

Antes que otro, el siguiente: las grandes marchas y manifestaciones iniciadas el 19-A surgieron como respuesta al golpe de estado (o golpe al pueblo, o golpe al parlamento) cuyo propósito fue cerrar a la AN por medio de un TSJ elegido a dedo. Decisión que significaba la instauración inmediata de una dictadura militar-civil con Maduro a la cabeza.

Las manifestaciones de abril -así lo han dicho los líderes más significativos de la oposición- buscan restaurar el orden constitucional. Eso pasa, en primera línea, por establecer la independencia de la AN. Pero a la vez, y por eso mismo, por restituir la continuidad electoral. Ahora bien; esa segunda exigencia precede, cronológica y políticamente hablando, al 19-A.

Leída así la historia, el cierre de la AN fue para el régimen el resultado del cierre a la vía electoral.

En efecto, al clausurar la vía electoral (30 de marzo), el régimen se definió abiertamente, ante sí y ante el mundo, y sin ningún tapujo, como una dictadura. Mas todavía: a partir de la supresión de las elecciones, Maduro y su mafia intentaron calcar sobre el plano venezolano –rompiendo así con la tradición electoralista de Chávez- al sistema cubano de dominación política. En ese sistema, como es sabido, no solo no hay elecciones, tampoco hay parlamento.

Para decirlo más claro: los soldados que masacran a ciudadanos indefensos en las calles, luchan por la cubanización de su propia patria. Pocas veces las instituciones armadas de una nación han sido tan envilecidas como sucede hoy en Venezuela.

Partiendo desde esas mismas razones, luchar por el restablecimiento de la soberanía de la AN y por la convocatoria a elecciones significa luchar por el restablecimiento de la Constitución Nacional. Las movilizaciones iniciadas el 19-A poseen un carácter democrático, constitucional y- no hay que olvidarlo nunca- electoral. Sí; electoral.

La lucha por elecciones libres comenzó en la práctica a tener lugar antes de la clausura de la AN. Dicho concretamente: comenzó cuando los partidos de la MUD aceptaron la revalidación inventada por la CNE con el objetivo de que esos partidos se dividieran entre sí (electoralistas y antielectoralistas) . Las masivas jornadas por la revalidación de los partidos realizadas en marzo del 2017, demostraron, por el contrario, la voluntad de la MUD por asistir a las elecciones regionales (se insiste, regionales), pero no como una decisión táctica, sino porque siempre lo han hecho.

Desde que hay MUD, sus partidos, incluyendo a los más radicales, han concurrido a elecciones, aún a sabiendas que el CNE es una institución al servicio del régimen. Ahí, justo en ese punto, ahí reside la superioridad político-ética de la oposición con respecto al régimen. Superioridad al fin reconocida por el mundo democrático internacional.

El generoso apoyo de la OEA y de los países asociados a las movilizaciones de la oposición nunca habría sido posible si la MUD hubiera roto alguna vez con su línea electoral.

Elecciones: es la palabra clave a la que no puede renunciar la oposición. No solo porque luchar por elecciones sea una carta de presentación frente a la diplomacia internacional, tampoco como una alternativa elegida en un bazar de estrategias, sino porque las elecciones –digámoslo directamente- son parte de la naturaleza, de la identidad y de la historia de la oposición venezolana. Desconocer ese hecho es desconocer la historia reciente de Venezuela. Esa es la razón por la cual, de las cinco principales exigencias por las que hoy se lucha –las otras cuatro son libertad para los presos políticos, retiro de las inhabilitaciones, independencia de la AN y canal humanitario – la última a la que el régimen podría y querría aceptar –aunque Maduro se esfuerza en decir lo contrario– son las elecciones.

Y si es verdad que la dictadura jamás va a aceptar realizar elecciones libres ¿por qué y para qué luchar por ellas?, se preguntarán muchos. La respuesta solo puede ser: precisamente por eso. Si una dictadura anti-electoral llama a elecciones, es porque ha perdido la batalla decisiva. Eso quiere decir: cuando un régimen es anti-electoral, el llamado a elecciones se convierte en una salida insurreccional.

Las elecciones significan, efectivamente, la muerte del régimen. La muerte en vida o la muerte en muerte, da lo mismo. Elecciones que perdería si las hace, elecciones que perdería si no las hace. Por eso mismo, las elecciones pautadas en la Constitución se han convertido en la más radical exigencia de la oposición. Decir sí a las elecciones es decir sí a la Constitución. Decir sí a la Constitución es decir no a la dictadura.

¿Pero de qué Constitución nos hablan?, nos dirán. Esa Constitución no existe desde hace mucho tiempo. Efectivamente. Justamente porque ya no existe, se lucha por su existencia. Pues si la Constitución rigiera, nadie lucharía por ella. “Solo se quiere lo que no se tiene” (Sócrates).

Otros dirán: primero derribemos a Maduro, después hablamos de elecciones. Quienes pronuncian esa frase son, por lo general, personas radicales de la oposición. Sin embargo, la frase es solo radical en su forma. En su intención es acomodaticia y, en sus objetivos, entreguista.

Maduro, al no ser confrontado por una salida electoral, solo puede ser derribado por el ejército, es decir, por una parte del sistema de dominación. Ahora, exigir que el ejército realice de modo ilegal la tarea legal que corresponde a la oposición, llevaría, en el mejor de los casos, a la mantención del sistema dictatorial sin Maduro (si fue posible un chavismo sin Chávez, un madurismo sin Maduro es aún más posible).

En otras palabras: delegar las tareas de la oposición a quienes hoy actúan como verdugos de esa oposición, las FANB, no tiene nada de radical. Significaría, por el contrario, desconfiar de las propias fuerzas, renunciar a la autonomía política alcanzada en la lucha anti-dictatorial y convertir a los partidos de oposición en colaboradores objetivos de un grupo de golpistas. Eso no quiere decir, por supuesto, perder de vista la posibilidad de una quiebra al interior del ejército. Hay, incluso, indicios.

Si la presión popular se mantiene y logra quebrar tanto al partido- estado (PSUV) como a su ejército pretoriano, las FANB, la oposición y “no los militares buenos” estarán en condiciones de imponer sus exigencias, entre ellas, la más radical de todas: las elecciones. Pero para que eso ocurra, hay que hacer chocar al régimen con la letra de la Constitución. Como se ha venido haciendo hasta ahora. Además, no hay otra alternativa: la oposición debe ser consecuente consigo misma. Si ella se ha definido como constitucional, debe ser constitucional hasta el final.

La ruta lleva al fin de la dictadura. El mapa de esa ruta es la Constitución. Y su guía son las elecciones.

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