Opinión Nacional

El maravilloso deseo de aprender

Una vez, un asiduo contertulio de Sir Isaac Newton en la Royal Society de Londres, le preguntó cual es el secreto para producir tanta ciencia como el prolijo erudito. Newton, con la maravillosa proverbialidad que le caracterizaba en el uso del verbo, le replicó enseguida: no perder la capacidad de maravillarse.

Vale decir, no perder la posibilidad de enamorarnos de lo que observamos, tener la vista siempre alerta para descubrir lo extraordinario en lo muy sencillo. O para hacer la sencillez extraordinaria, asombrosa.

Esa condición que permite tal perspectiva es la motivación. Sólo a través de ella podemos conseguir lo que nos proponemos. Sin ella, ya hemos dejado de hacer aunque la acción continúe.Porque lo que mantiene viva la expectativa del logro, es la motivación.

Así, en la educación, la motivación se traduce en el deseo de aprender. Sólo deseando aprender se logra el verdadero conocimiento. Y justamente es así, por los cambios sucesivos de pasmosa rapidez que experimenta el entorno que se pretende conocer.

De tal manera, que debemos ser constantes en la búsqueda diaria de conocimiento, si deseamos realmente contar con él en nuestro presente.

André Giordan señala que: “El que enseña no debe dejar de ser un transmisor. Pero lo más importante a transmitir es un deseo, una pasión, la pasión de aprender”.

Transmitir esa pasión de aprender no es fácil para el docente.Él fue formado como un administrador de contenidos, como un estructurador de programas mas no de proyectos.Desconoce quizás, que de lo que se trata es de desarrollar, con las herramientas a su alcance, un proyecto de asignatura que se articule con el proyecto de vida de sus alumnos. Sólo así, podrá tener éxito en aquello de transmitir el deseo de aprender. Y eso sólo se logra enseñando como si estuviera aprendiendo, para comunicar y compartir lo que aprende en su elaboración, generando una propuesta fenomenológica de construcción ante sus alumnos que le permitirá la inserción sistémica, vivencial, del estudiante para con la clase. De alguna manera se trata de enseñar la disciplina mas allá de la disciplina propiamente dicha, sabiendo que ésta es una herramienta y no un fin en si misma. Vale decir, hay que evidenciar la utilidad del conocimiento a quien lo transmitimos para validar su aspiración de ser aprendido.

En tal sentido, hay que tener presente, que la motivación no nace en la mente o en la razón.Su origen se encuentra en las entrañas, emergiendo del centro de las emociones, de las sensaciones, de los sentimientos, vinculada con la imagen de sí mismo, al ser y a la capacidad de creer en uno mismo. Es decir, configura eso que algunos autores han convenido en denominar el “motor interno”. Luego de su “puesta a punto” es que se conecta mas tarde con la reflexión, no antes. Muchas veces solicitamos al estudiante que “reflexione” pero éste quizás no tenga a punto para conectar a su “motor interno”. Solo después de ajustarlo y conectarlo luego con la reflexión, el alumno podrá prepararse mentalmente para procurarse los medios requeridos para alcanzar los objetivos. Se encontrará , ahora sí, en condición de aprender.

¿Qué mecanismos han sido movilizados en el aula que no permiten la fluidez en la transmisión del deseo de aprender? Efectivamente, el dictar un contenido o administrar una asignatura sin afectividad.

Este rechazo a tomar en cuenta el aspecto relacional y educativo de su profesión no es neutral, pues hace que el docente desconozca los sentimientos y las intenciones que determinan sus juicios de valor y sus comportamientos hacia los alumnos. Es una negligencia, a veces grave, sobre la repercusión de la relación afectiva maestro-alumno sobre los procesos de aprendizaje cognitivos. Por ello, no deja de ser un contrasentido
que hablemos de educación integral refiriéndonos sólo a contenidos sin incluir actitudes.Es posible que creamos que el contenido por si mismo es un mensaje.Que solo basta mostrarlo para transmitirlo y no es así.Quizás sea, paradójicamente, el peor vestido que hayamos escogido para mostrarlo, porque quizás así no sembramos el interés y la empatía sino que reforzamos la anomia y la indiferencia.

La integralidad exige colocar al sujeto en el centro y no en la periferia. Aunque hablemos en el contexto de procesos andragógicos, el problema transmisivo no tiene edad ni depende de la responsabilidad de quien recibe el discurso educativo. Puede que sigamos alimentado la moda o lugar común de que el alumno es responsable único de su aprendizaje, porque es adulto. Puede que sigamos aupando la ficción de la norma dogmática acartonada del docente aséptico y del estudiante enfocado. Lo cierto es que somos responsables de la calidad de emisión de nuestro discurso como docentes y que solo la riqueza y abundancia de un nutrido discurso que incluya la vivencia del estudiante, puede hacernos cada vez mejores maestros, asumiendo humildemente la cuota de responsabilidad que nos corresponde como activos del rendimiento académico y en particular, del estudiantil.

Si nos convertimos en sembradores activos del deseo de aprender en nuestros alumnos, podemos cosechar en ellos los frutos que solo obtienen los verdaderos maestros en el jardín educativo.

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