Lo que sabe el paladar
Mi mujer se burla de mí diciéndome que soy un cocinero teórico, que habla del gusto por la comida y lo ejerce de manera generosa, pero que no se acerca por las cocinas y no conoce por tanto los método prácticos que llevan a consumar un buen plato. Tan buen teórico soy, que el año que viene espero haber concluido mi Diccionario de Alimentos de Nicaragua, que llevará por título “Lo que sabe el paladar”, con 2.000 entradas, y más de 400 recetas de platos nicaragüenses, muchos de ellos en extinción.
Así, cuando fuera de Nicaragua se nos pregunta entre amigos cuál es nuestro plato principal, deja condescendiente que me extienda en una prolija descripción para explicar como se prepara la carne en vaho, que ella sabe hacer de maravilla, y yo, por supuesto que no, cecina de res salada y secada al sol compuesta en una olla de barro con yuca, y plátanos verdes y maduros, todo acomodado en un envoltorio de hojas de chagüite y sometido por horas a la cocción al vaho, o vapor, del agua vertida en el fondo de la olla, un plato de indudable raíz africana pasado por mutaciones mestizas en la hacienda ganadera a lo largo de los siglos de la colonia.
Ella lleva razón en lo de que soy un cocinero teórico, pero el alejamiento de las cocinas no es mi culpa, porque desde niño me ahuyentaron de allí como el peor lugar donde puede entrar un varón, y ya sabemos que la palabra cuque, que viene del inglés cook, cocinero, tuvo siempre connotaciones burlonas respecto a la hombría. Un niño que quería meterse en la cocina era igual a otro al que sorprendían jugando con muñecas.
Ahora es más común ver a los hombres arrastrando los carritos por los pasillos del supermercado, mientras leen con cuidado la lista que les ha elaborado su mujer. Pero antes resultaba raro que alguien del sexo masculino se adentrara en los laberintos de un mercado popular a tantear tomates y chiltomas, a oler un melón por el fondillo para saber si ya está maduro, o a discutir con las vivanderas el precio de las carnes que cuelgan de los tramos.
Eso de tener los hombres vedada la entrada a las cocinas y a los mercados de víveres, es una costumbre ancestral que nos viene de los tiempos anteriores a la conquista española, como podemos leerlo en la Historia General y Natural de las Indias de Fernández de Oviedo de 1535, quien cita al fraile Bobadilla:
“Ninguno del pueblo (que sea hombre) no puede entrar en el tiangue (que es la plaza del mercado) a comprar ni á vender ni a otra cosa ni pararse á lo mirar desde fuera; y si lo miran les riñen, y si se entrasen les darían de palos y los tendrían por bellacos y cualquiera que por allí se hallase o pasase…y a los dichos mercados van todo género de mujeres, y aún los muchachos (si no han dormido con mujeres). Allí se venden esclavos, oro, mantas, maíz, pescado, conejo y caza de muchas aves, é todo lo demás que se trata o vende o compra entre nosotros de lo que tenemos y hay en la tierra y se trae de otras partes…”
Ya ven pues, que para que un hombre pudiera entrar a un mercado, debía cumplir con el requisito de no haber tenido experiencias sexuales con mujeres, la misma virginidad que se exigía a las vestales en los templos griegos. Y los que no, se exponían a ser apaleados, aunque sólo fuera por mirar de lejos los ayotes, chayotes y pipianes, las sartas de pescados mareños o de agua dulce, y los garrobos y las iguanas amarradas de pies y manos.
De modo que mis únicas experiencias culinarias son aquellas cuando me ha tocado vivir en el extranjero y he debido no solamente cocinar, sino también lavar los platos. Que me desmienta mi mujer. En los años setenta de nuestra estancia en Berlín, un amigo venezolano que había vivido en Bolonia me enseñó a preparar espaguetis al dente, y mejor que eso su salsa boloñesa con pomodoros secados al sol, y también la masa de las pizzas haciéndola crecer al amor de la calefacción de invierno en nuestro apartamento del viejo barrio judío de Wilmarsdorf; y en mis temporadas en Washington y en Los Ángeles he sabido ir más allá del rito de las latas para todo y de las comidas congeladas, hasta las alturas del pollo a la parmesana, para no olvidar las sopas de res de sustancia y olor nicaragüense que ensayo comprando sus ingredientes en los mercaditos latinos, donde la yuca suele venir de Tanzania y las hojas de plátano soasadas para los nacatamales se importan desde Tailandia.
Por esos caminos culinarios que recorro con alegría, a veces con timidez, y otras con el temor reverente que se tiene siempre por lo desconocido, he aprendido a preparar también sabias variantes del gazpacho andaluz, por ejemplo, porque la cocina, como la escritura, es invención, cuando no asunto de intuiciones, y siempre materia de sabias proporciones.
Y por esa afición que tiene mucho de nostalgia por el cocinero que no fui, es que suelo expandirme en pláticas sobre cocina, que es un disfrute de la lengua como la comida misma es un disfrute del paladar, con lo que todo queda en la boca. Cuando llegó a mis manos hace años el Gran Diccionario de Cocina de Alejandro Dumas, obra de un novelista portentoso que no despreciaba su faceta doble de gourmant y de gourmet, comelón y sibarita, me dije: ¿por qué no? Y estoy a punto de terminar ese diccionario de que hablé.
La cocina es un asunto del paladar, pero también del olfato y del ojo, con lo que se vuelve una fiesta de los sentidos. Y de muchas maneras nos ayuda a saber quiénes somos, y de donde venimos. El gastrónomo francés Brillat-Savarin dejó en su libro ya clásico Fisiología del gusto, una juiciosa sentencia para los siglos: “dime lo que comes, y te diré quién eres”. Porque es verdad. Sabiendo lo que comemos, sabemos quiénes somos, aunque no nos dejen entrar a las cocinas.