Opinión Nacional

El muro de lo trágico

¿Qué sintieron esos millones de personas encerradas dentro de los límites impuestos por un Estado totalitario, esclavizadas a un sistema miserable, sometidas por la violencia y la crueldad de una clase dominante poseedora de todos los privilegios, obediente de las órdenes de Moscú?  A la vez, el muro de Berlín separaba por igual a Europa y al mundo. Fuera del universo estalinista de la Unión Soviética y de los países que sobrevivían a la asfixia dentro de la Cortina de Hierro, muchos se preguntaron hacia dónde conduciría esa aventura colectiva sin significación ni finalidad que pretendía hacer historia a costa de la libertad del individuo, sin entender que existe una naturaleza humana y lo humano se caracteriza por la vida del espíritu que trasciende a la historia.

Pierre Henri Simón (Proceso al Hombre) habló en su momento de esa sensación a la que hacíamos referencia: “Arrollados por lo fatal, consideraron el mundo y la historia como irremediablemente absurdos, entregados no a una ley secreta de progreso, menos aún a los designios de una providencia, pero sí a la contingencia pura y al azar. Chocaban de frente, por doquiera, contra el muro de lo trágico, ¿pues qué otra cosa es lo trágico sino la sensación de una resistencia obscura e insensata contra la cual se rompe la fuerza de libertad y de razón que hay en el hombre?”.

Pero nadie mejor que André Malraux para describir el factor de desencanto de los intelectuales de la época, incluyendo a los de izquierda: “Hay en el marxismo el sentido de una fatalidad y la exaltación de una voluntad. Lo que sucede es que cuando la fatalidad sobrepasa a la voluntad sobreviene el rechazo”.

La respuesta contundente vino de una marea humana de hombres y mujeres que llegaron a los límites de la repugnancia a una doctrina que bajo el concepto de la busqueda del Hombre Nuevo y otras manipulaciones del socialismo real, representaba a la historia como un movimiento de fuerzas independientes de la iniciativa humana, donde el individuo debería sacrificar su presente y su vida en función de un gobierno dirigido por patanes y cuyos dogmas había que obedecer aun siendo irracionales. El 9 de noviembre de 1989, una multitud incontenible se desborda y acaba a picotazos con 28 años de oprobio, luego de haber sido separado un país en dos mitades desgarradas, con su gente, sus familias, sus amigos, sus pueblos, sus árboles y pájaros, unos en una tierra de libertad y otros en una carcel gigante: la RDA o Alemania del Este, un país convertido en una carcasa de horror y vilezas, un Estado militarizado, ocupado por los soviéticos, un régimen policial y represivo que, basado en la coerción, la amenaza, la violencia y la tortura trató de doblegar y condicionar el comportamiento de millones de individuos que al final, en forma valiente y pacífica se rebelaron por su libertad y su dignidad.

«Cuando el manto de Dios pasa por la historia, hay que saltar y agarrarse a él».

En una entrevista reciente a Helmud Kohl (El País/08.11.09), ex-canciller de Alemania y protagonista de esa historia, resume los entretelones del momento y nos brinda una lección reveladora del sentido de la oportunidad en política, afirmando lo siguiente: “Yo jamás dudé de que el muro caería en algún momento y de que Alemania volvería a unirse. Pero siempre fue una pregunta abierta cómo y cuándo ocurriría esto. Durante largo tiempo ni siquiera supe si esto sucedería mientras viviera. Siempre estuvo claro que para que eso ocurriera debían concurrir muchas cosas; tal como sucedió durante los años 1989 y 1990. No sólo la voluntad de libertad de las personas de la RDA; no sólo la glásnost y la perestroika; no sólo la política de distensión entre Oriente y Occidente; no sólo el presidente de EE UU, George Bush; no sólo el secretario general soviético, Mijaíl Gorbachov; no sólo el canciller alemán: nadie se habría bastado por sí solo para llevar a cabo la caída del muro y la reunificación. Se requería más bien una feliz -me gustaría decir histórica- constelación de personas y acontecimientos.

También forma parte de la conciencia histórica saber que con la caída del muro aún no se había conquistado la unidad. Al contrario, nada estaba aún decidido el 9 de noviembre de 1989. Es cierto que se había abierto una rendija en una puerta, pero nada estaba decidido todavía en el día en que cayó el muro. La reunificación de nuestro país era más bien una lucha de poder político en torno al statu quo europeo y a los intereses de seguridad en el Este y el Oeste. Hasta el último momento, fue un acto de equilibrio en el campo de tensión de la guerra fría.  Para describir la situación en la que yo me encontraba entonces me gusta citar a Otto von Bismarck, porque no hay una imagen mejor: «Cuando el manto de Dios pasa por la historia, hay que saltar y agarrarse a él». Para eso tienen que darse tres requisitos: en primer lugar, hay que tener la visión de que se trata del manto de Dios. En segundo lugar, debe sentirse el momento histórico; y en tercer lugar, hay que saltar y (querer) agarrarse a él”.

“Sin fusiles no hay comunismo”

Guy Sorman, escritor testigo de los acontecimientos de la noche del 9 de noviembre en Berlín y cuya percepción fue que los militares no dispararon a la multitud por haber recibido órdenes directas de Gorbachov quien percibió el malestar generalizado no solo en Alemania del Este sino en toda la Unión Soviética, además de que éstos querían unirse a la masa y pasar al otro lado del muro, nos dice: “Berlín no fue Jericó. El Muro no cayó por sí solo. Su destrucción fue deliberada y laboriosa. Los alemanes del Este acabaron con él a martillazos. Sin fusiles ya no era posible el comunismo. La destrucción del Muro y el posterior debate revelaron por fin, sin lugar a dudas y por fuera de combate, la verdadera naturaleza del comunismo. No, no era una ideología alternativa a la democracia liberal; no era otra vía hacia el desarrollo económico; no era otra forma de democracia popular en contraste con la democracia burguesa. El comunismo había sido siempre una ocupación por las armas: sin fusiles, no hay comunismo. Nadie acepta, salvo si es miembro del aparato, vivir en un régimen comunista, a menos que se le obligue”.

Sin embargo, al celebrar los veinte años de otro triunfo de la libertad y la democracia, nos damos cuenta que el muro de lo trágico no solo está hecho de ladrillos, cemento, campos minados y alambradas de púas, aun observamos y padecemos muros mentales, muros religiosos, muros raciales, muros de pobreza, muros de exclusión, muros de incomunicación, muros virtuales y tantas otras separaciones y desgarramientos. Hay quienes aun mantienen a sus pueblos dentro de muros difíciles de franquear como en Cuba o quienes en su desquiciamiento añoran el ignominioso régimen comunista soviético, empecinándose en construir muros de odio como en Venezuela.

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