Opinión Nacional

El silencio y el escorpión

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El 11 de abril de 2002 casi un millón de venezolanos marcharon al palacio de Miraflores en Caracas para exigir la renuncia del presidente Hugo Chávez, a quien la mayoría de los manifestantes responsabilizaba entonces de un progresivo desmantelamiento de la democracia. Cuando la marcha estaba cerca del palacio, estalló un tiroteo que duró varias horas y dejó un saldo de 19 muertos y más de 150 heridos. Un video transmitido en los canales de
televisión mostró a pistoleros chavistas disparando contra la marcha pacífica y la transmisión afectó seriamente la imagen del gobierno. Horas después un general apareció en la televisión anunciando que el alto mando militar le había pedido la renuncia a Hugo Chávez y que él la había aceptado.

El día siguiente Pedro Carmona, el entonces reputado líder opositor y presidente de la principal federación de empresarios, se juramentó como presidente transitorio y violó la Constitución disolviendo la mayoría de las instituciones democráticas. La decisión atizó la indignación de muchos chavistas, que salieron a las calles a protestar y pedir la reinstauración del presidente, y más importante aún, hizo que militares en posiciones claves reconsideraran o se rebelaran. Esa madrugada, menos de 24 horas después de su derrocamiento, Hugo Chávez fue devuelto en helicóptero a Miraflores para reasumir su cargo como presidente.

En su libro “El silencio y el escorpión,” Brian A. Nelson nos ofrece un recuento de los confusos sucesos de esos días, producto de una exhaustiva investigación que le tomó siete años completar. Uno de los argumentos principales del autor es que, desde una perspectiva histórica, el golpe es un hito importante, porque, además de haber tenido repercusiones de largo alcance, nos ayuda a descifrar y entender la Venezuela moderna. Su argumento quizá suena grandilocuente, pero no lo es: ningún otro suceso ilustra tan bien el estado de extrema polarización en el que se encuentra Venezuela; y pocos episodios han tenido consecuencias tan adversas para el futuro de la democracia en el país.

¿Qué paso exactamente entre el 11 y el 13 de abril de 2002? Después de reconstruir minuciosamente lo ocurrido durante esas 72 horas, Brian Nelson arribó a la siguiente conclusión: el golpe de abril de 2002 no fue un golpe en el sentido tradicional del término, pues no hubo un atentado militar para derrocar al gobierno. Cuando la marcha se acercaba a Miraflores, Chávez ordenó al ejército la ejecución de un plan para reprimir a la población y sus tres generales de más alto rango se negaron a cumplir esa orden inconstitucional. Hubo un golpe no porque los generales desobedecieran a Chávez, sino porque, en medio del trajín y la confusión, no se siguieron los procedimientos legales para detener y enjuiciar al presidente por sus crímenes y porque Pedro Carmona aprovechó el vacío de poder para cometer el grave error de disolver las principales instituciones democráticas. Prueba de que el golpe no fue una acción militar premeditada es que, frente a esta acción de Carmona, los generales que sacaron de la presidencia a Chávez decidieron tomar acciones para entronarlo otra vez en el poder.

Otra conclusión importante que saca Nelson es que, contrario a la mitología que nubla los eventos de ese día, no hubo un enfrentamiento armado entre lo opositores que marchaban y los grupos pro-gobierno que se congregaron alrededor de Miraflores para proteger al presidente. Nelson sostiene que la evidencia disponible revela claramente que los que iniciaron el tiroteo fueron los pistoleros chavistas. La Policía Metropolitana, entonces bajo el mando de un alcalde opositor, también disparó (lo que explica las víctimas del lado del gobierno), pero sólo después de que los grupos chavistas comenzaran a disparar a la marcha, matando e hiriendo a personas que manifestaban pacíficamente. Nelson asegura que no existe ningún video o foto en el que aparezca un manifestante opositor con un arma, mientras que existen docenas de fotos y varios videos que muestran a los pistoleros pro-gobierno disparando.

No menos grave, Nelson dice que Chávez sabía con anticipación de la posibilidad de que la oposición marchara hacia Miraflores y había fraguado un plan para proteger el palacio presidencial utilizando grupos civiles armados como fuerzas paramilitares. En una escalofriante reunión ministerial el 7 de abril Chávez discutió abiertamente estos planes, frente a la mirada incómoda de varios de sus ministros y jefes militares. Nelson también revela que poco después del golpe se encontraron en una oficina ministerial cerca de Miraflores cientos de pistolas que, presuntamente, formaban parte del lote con que fueron armadas las milicias chavistas, y que el 11 de abril dos personas escucharon al entonces ministro de Defensa, José Vicente Rangel, instruyendo a militantes pro-gobierno a agredir a los manifestantes de la marcha.

Una de las muchas virtudes de “El silencio y el escorpión” es la escrupulosidad casi obsesiva con que el autor respalda con evidencia cada una de estas conclusiones. Nelson entrevistó a decenas de personas y examinó cientos de fotografías, videos, testimonios, reportajes, artículos, libros y discursos. Para organizar de una manera efectiva y coherente esta oceánica investigación Nelson tomó una decisión muy sabia: contar la historia del golpe desde una multiplicidad de puntos de vistas. Los eventos más importantes son vistos a través de los ojos de una miríada de actores que, con diversos grados de protagonismo, fueron testigos y participantes de los sucesos rocambolescos de esos días. Esta técnica es muy efectiva porque le permite al autor ir transformando los hitos del golpe en una rica urdimbre de historias y trayectorias individuales, y de esa manera evita reducir a un plano unidimensional una compleja, ambigua y caótica realidad.

Otra virtud del libro es que es muy fácil de leer. A pesar de que Nelson nunca renuncia a los rigores y estándares del más exigente periodismo investigativo, “El silencio y el escorpión” se lee como una novela de suspenso. La eficacia y astucia con que el autor organiza su material ayudan a explicar el sabor novelesco del libro. Pero otro factor es la habilidad lingüística de Nelson, así como la compasión que tiene por sus protagonistas, su renuencia a emitir juicios rápidos, su inmensa capacidad para tolerar la ambigüedad y su talento para iluminar los alcances trágicos de cada acción.

Para mí este último punto –su habilidad para resaltar la irresponsabilidad de ciertas acciones yuxtaponiéndolas con sus trágicas consecuencias– es uno de los principales fuertes del libro. Nelson nos hace ver el hilo que conecta las ideas irreflexivas y los actos arbitrarios de Chávez a historias individuales con desenlaces trágicos. Nos ayuda a vislumbrar el vínculo muy cercano que hay entre la proclividad violenta del presidente y el friíto que sintió en el cuerpo un padre cuando vio el nombre de su hijo en una lista de fallecidos o la desgarradora sensación de pérdida que llevó a una pobre madre a atesorar artículos y reportajes de prensa con el nombre o la fotografía del hijo que le mataron el día del golpe. El libro también es un recordatorio de cómo un titular o una pedestre estadística reduce y trivializa el dolor de hombres y mujeres de carne y hueso. “El silencio y el escorpión” rescata admirablemente las tragedias familiares que se escurren tras estos titulares y les da la importancia que se merecen.

Mientras leía este fascinante y conmovedor reportaje varias veces me pregunté por qué el autor, siendo escritor de ficciones, no había utilizado su investigación para escribir una novela. Después de todo, ¿qué novelista no hubiese vendido el alma por esta historia? ¿A qué novelista no le hubiese encantado contar lo sucedido en el hospital Vargas cuando comenzaron a llegar los heridos de la marcha? ¿O narrar la historia del periodista del canal Venevisión que filmó a los pistoleros chavistas disparando? ¿O elaborar una escena detallada de la conversación nocturna entre Chávez y el cardenal Velasco a orillas del mar, en la que el presidente depuesto, casi llorando, le pidió perdón al cardenal por todo lo que había sucedido? ¿O narrar los esfuerzos millonarios que hizo el gobierno para reescribir la historia de abril de 2002 e inventarle un rol protagónico a Estados Unidos en el golpe? ¿No sintió Nelson la tentación de novelar estos sucesos y escenas?

Seguramente que sí. Pero quizá no lo hizo porque no sintió la necesidad de hacerlo. Porque lo único que tenía que hacer para escribir esta novela del 11 de abril era contar exactamente lo sucedido, sin alterar ni manipular ni maquillar la realidad para crear una riqueza y una profundidad que, sin ser ficción, su libro de todos modos alcanza. “El silencio y el escorpión” es una demostración de que a veces el límite entre la ficción y el reportaje no es tan importante como parece.

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