La fábrica de los portentos
Jorge Luis Borges dice que la empresa de leer por completo las Mil y una noches puede llevar a la locura. He probado a desmentir a Borges intentando ese ejercicio desmedido de lectura, la primera vez en la adolescencia, y lo he conseguido ya tres veces, la última hace unas pocas semanas, sin más consecuencias que un encandilado sentimiento de epifanía, como ocurre siempre que uno se halla de frente a la majestad del milagro, los pies en el aire como si levitaran encima de la superficie encrespada de un mar de ilusiones y de portentos donde no hay sentido de la mesura.
Es un mar sin sosiego de más de tres mil páginas, si uno se atiene para este ejercicio que bien recomiendo a la traducción desde el árabe clásico al francés del doctor Mardrus, que Rubén Darío prefería por encima de la de Garland, o la de Burton, a las que mejor acude Borges. Y fue la versión francesa del doctor Mardrus la que Vicente Blasco Ibáñez, tan famoso en su tiempo como Gabriel García Márquez, y leído por igual en las barberías, utilizó para la versión en español que yo conservo desde hace medio siglo, en sus dos tomos en papel biblia, empastados en rojo maravilla.
La propuesta narrativa de Las mil y una noches es de una arquitectura perfecta, y en sí misma un acto de suprema imaginación: el califa Schahriar, engañado por su esposa con un negro entre los negros, de generosa dotación, manda decapitarla y decide, además, vengarse de las mujeres, ejecutando una tras otra a todas las jóvenes de su reino tras casarse con ellas, después de cumplida la noche nupcial. No queda ninguna otra para ir al sacrificio sino Scheherazada, la hija del Gran Visir, quien se ofrece a correr el riesgo de la muerte con el designio de contarle al califa sanguinario una historia cada noche.
Y lo logra. Logra su salvación porque mantiene el suspenso y el interés del asesino de mujeres a lo largo de mil noches y una noche. Scheherazada se sabe todas las historias que se cuentan a través de los siglos, las que traen las caravanas desde los países más lejanos y desde los confines de todos los reinos, acumuladas por la tradición oral, y es, además, una narradora de gracia insigne como para detener el alfanje que pende cada amanecer por encima de su cabeza, fácil de palabra, encantadora en gestos, en la virtud de sus dramatizaciones, en la imitación de las voces de sus personajes; y conoce, como todo buen narrador, el momento en que debe detener cada noche su relato para que el sultán se mantenga pendiente hasta la noche siguiente.
Si un día vacila, o se equivoca, o falla en atraer el interés del sultán que bosteza aburrido, su cabeza no amanecerá sobre sus hombros. En contar se le va la vida.
Pero la perfección de la arquitectura del libro que reúne centenares de historias, tiene una doble dimensión. Porque detrás de Scheherazada, a merced del sultán en el harén del palacio real, alguien más cuenta, y ese alguien es el contador de cuentos de los mercados populares, que atrae a su alrededor a una multitud de escuchas; él también conoce todas las narraciones de la tradición oral, y sabe la gracia que se necesita para contarlas. Cuenta una historia tras otra, no para salvar su vida, sino para ganársela. Si su historia es mala, ni no está bien contada, si no atrae el interés de sus oyentes, las monedas no caerán sobre el plato de estaño que tiene a sus pies, y no podrá comer ese día.
Ambos, Scheherazada en el palacio del sultán, y el narrador callejero en las plazas y en los mercados, se salvan de la muerte y del hambre por medio de su habilidad con las palabras. Se salvan gracias al poder de su lengua. Los salva la imaginación, y el arte de contar.
Y aún hay una tercera dimensión en toda la arquitectura de Las mil y una noche, el aposento de ese palacio encantado que es el libro todo, donde se hacinan los verdaderos autores de los cuentos: el pueblo de beduinos de las caravanas, de mercaderes y arrieros, de pescadores y campesinos, de muleros y camelleros, de esclavos de los palacios reales, de mujeres de los harenes, de comadres y parteras, de vagabundos y pordioseros, de artesanos y marineros, que son los que han inventado a través de los siglos esa miríada de historias, hijas de sus propios deseos insatisfechos, de sus necesidades y temores, de su deslumbramiento frente a la riqueza, de sus ansias del milagro que los convierta en poderosos de la noche a la mañana, de que aparezca el efrit dueño de la lámpara maravillosa, que les entregará todas las riquezas del mundo y aliviará para siempre su pobreza secular.
De alguna manera, ellos también se salvan por las palabras encantadas que la dictan al contador de cuentos callejeros que a su vez las dicta a Scheherazada a lo largo de las mil noches y una noche de su salvación, y de la salvación de las mujeres del reino frente a la furia asesina del sultán engañado.