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Infierno en la OEA

La desacralización de los símbolos de la burguesía, la rebeldía contra la petrificada mirada del statu quo, el destornillamiento de lo “viejo”, lo anquilosado, para dar paso a lo nuevo: todas esas promesas dispensaron insuperable sex appeal a la izquierda que vio luz durante los 60; un llamado al forzoso aggiornamento que, en ocasiones, también sirvió para maquillar los desmanes contra la libertad que alentaba el llamado socialismo real. Sobre ese romántico andamiaje, la misma “bonheur revolutionnaire” que dio alas al Mayo Francés, se alzó el Socialismo del siglo XXI. En su momento, el discurso anti-establishment de Chávez, su poco convencional conducción lo consagran como un “rupturista” que fascinó a quienes vieron una refrescante señal en su propensión a saltarse el protocolo, a salirse siempre con la suya. El reconcomio contra esa República también “moribunda” pareció encontrar en el reformador-a-juro una épica justificación. Con la venia de una sociedad encandilada, la provocación -esa artificiosa manifestación de extremismo visceral y táctico- se instauró como un modo de hacer política, una “apelación de origen” ligada al distintivo talante del chavismo.

Era previsible que la simpatía por los zumbones desplantes de ese tardío enfant terrible, carismático, histriónico y petro-poderoso no se limitase a Venezuela: el embeleco tuvo a bien regarse como la viruela en un cuarto sin ventilas. ¿Quién olvida el “¡huele a azufre!” de Chávez ante la ONU, su irreverente denuncia contra “la pretensión hegemónica” del imperio y los avances del pestilente “diablo”, como llamó a Bush? ¡Ah! “Cuánta dignidad… ¡qué garra! Por fin alguien nos libra del cepo de la aburrida corrección política”. Cero objeción al insulto, eso sí. La hipnosis colectiva empezó así a obrar efecto: nada tan efectivo como meter el dedo en la llaga del curtido resentimiento, ese del cual se cebó la Teoría de la Dependencia; o avivar el sabroso impulso de echar toda la culpa del subdesarrollo a naciones que progresaron “gracias a la explotación de los más débiles”. La victimización, potenciada por la grandilocuencia, se convirtió en recurso intoxicante, que -chequera petrolera mediante- puso el mundo a los pies de la revolución bolivariana.

Pero desde la desaparición de quien fue el «alma de la fiesta”, mucho lodo ha corrido bajo el puente. La crisis venezolana destapa las corrompidas suturas del sistema, revela la fealdad del Frankenstein, da cuenta de un primitivo modelo de autoritarismo cuyo bien publicitada fachada democrática se sostuvo mientras hubo recursos para embullar a los aliados. Ante tal menoscabo, sin embargo, la tozudez no se desinfla: el chavismo de segundo debut sigue aferrándose a la prepotencia que legó su precursor. Los mohines de esa antinatura, sediciosa “diplomacia” (para la cual, por cierto, también hace falta talento) siguen produciéndose, hoy amplificados por los despliegues de nuestra cancillería en los debates que genera en la OEA la posible aplicación de la Carta Democrática.

Poco queda por añadir a lo dicho sobre la actuación de Delcy Rodríguez y Samuel Moncada durante dichos cónclaves. A ella correspondió el disparo, la ciega andanada, la detonación; un discurso que lejos de asirse a argumentos objetivos, a verdades factuales capaces de refutar lo que sostiene Almagro, fue básicamente emocional. “Oscuro, mentiroso, deshonesto, malhechor, mercenario, traidor”, promotor de injerencismos y agresor obsesivo (para probarlo, mostró un “riguroso” seguimiento de sus tweets) fueron algunas de las lindezas dedicadas al Secretario General, a quien nunca miró, aun cuando ambos casi chocaban codos. A Moncada, por su parte, no le tembló el pulso para anunciar potenciales invasiones, recurrir al manoseado “viene el lobo” al que era tan afecto Chávez o perturbar con sus pueriles intrusiones. “Todos tienen libertad de hablar, menos yo”, llegó a decir la inopinada víctima que recién lavaba sus manos tras despachar sendos dardos contra Brasil y Colombia. Atisbos del Estado Gamberro. Una subida calculada a la lona, en fin, y articulada bajo misma seña: aturdir al adversario, distraer su atención de lo medular, atizar su incomodidad; evitar el avance, como sea.

¿Lo lograron? Difícilmente. Si de algo sirvió el penoso tour de force fue para desnudar la grosera mandonería, la incapacidad del chavismo para reconocer la alteridad y promover consensos. Veremos qué lecciones saca la OEA de esto. De momento, y tras las últimas movidas del gobierno de Venezuela contra el parlamento, todo indica que apelar a comodines genéricos para eludir las responsabilidades de la alianza regional, ya no es posible. Una nueva OEA, comprometida no con gobiernos y su fullera producción de realidades a la medida, sino con la búsqueda de soluciones concretas que eviten la agonía de los pueblos, debe seguir gestándose. Nadie quiere reeditar las faltas de otros tiempos o remedar los inútiles pujos de la Liga de las Naciones. Y aunque desmontar infiernos no es cosa fácil, tal vez ayude el saber atajar a tiempo el endemoniado retozo de los provocadores.

@Mibelis

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