Opinión Nacional

Arrasar las ciudades

Los atropellos urbanísticos que, a partir de un capricho presidencial, la “revolución” intenta cometer en Barquisimeto, asunto del cual nos ocupamos en nuestro artículo anterior, no son sino otro eslabón de una ya larga cadena que configura una de las más constantes obsesiones del régimen militarista: la fobia contra las ciudades. Lamentablemente, en sentido estricto no se trata de una novedad entre nosotros: desde hace muchos años venimos denunciando cómo la miopía urbana de nuestros gobernantes democráticos, pero también de buena parte de nuestras elites, ha obstaculizado el crecimiento sano de las ciudades, ha inducido algunas de sus más graves malformaciones y ha hecho perder notables oportunidades. Sin embargo, no se llegaba entonces a los extremos de ahora y por eso, dentro de ese gris paisaje, nunca dejó de destellar alguna luz, a veces muy brillante. En un listado redactado a vuelapluma y referido apenas a Caracas, probablemente el primer lugar lo ocupe la construcción del Metro, con su extraordinario impacto sobre la integración de la ciudad y sus efectos colaterales de fortalecimiento y recalificación del espacio público; pero tampoco pueden olvidarse la construcción de los parques del Este y del Oeste y el rediseño de Los Caobos, la peatonalización de los alrededores de la plaza Bolívar y, en materia de vivienda de interés social, desarrollos de la magnitud y significación de Caricuao, la Intercomunal de El Valle y la renovación urbana El Valle-Los Jardines, entre otros. Pero también hay un logro mayor, si bien tardío e incompleto, que no dejó huella física directa pero interesó al país en su totalidad como fue la descentralización administrativa, a través de la cual se intentaba dar autonomía a las regiones y las ciudades, verdadera némesis del autoritarismo militar.

                Hoy el problema no es de miopía o incomprensión de los fenómenos urbanos sino, como se dijo al principio, de fobia hacia la ciudad, particularmente hacia sus aspiraciones de autogobierno, por lo que desde 1999 lo que contemplamos es un esfuerzo sistemático, aunque no siempre exitoso, para arrasar con las ciudades en términos tanto físicos como sociológicos, conceptuales y culturales.

                 Como quiera que el líder único de la “revolución” se pretende descendiente de Maisanta, “el último hombre a caballo” según José León Tapia, puede inferirse que la explicación de semejante comportamiento está en las “Historias de jinetes”, de Borges, quien, citando a Grousset, dice: “Los mogoles tomaron a Pekín, pasaron a degüello la población, saquearon las casas y después les prendieron fuego. La destrucción duró un mes. Evidentemente, los nómadas no sabían qué hacer con una gran ciudad y no atinaban con la manera de utilizarla para la consolidación y extensión de su poderío”. Mezclado con una ideología sacada de la tienda de antigüedades y aprendida en las solapas de los libros, el desconcierto del llanero puede alcanzar dimensiones siderales.              

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