Monseñor Romero
Conciencia fuerte en persona frágil y tímida, monseñor Romero fue de esas personas cuya vivencia de Dios los enfrenta a los abusos del poder contra la vida. Este 24 de marzo conmemoramos los 30 años de su asesinato, en plena misa, por el balazo de un sicario al corazón. Obispo mártir de un pueblo pobre en un país dividido por la guerra social.
En 1977, El Salvador vivía el fraude electoral con protestas reprimidas, decenas de muertos, expulsión de sacerdotes y religiosos y la guerra civil… Para la sucesión del anciano arzobispo de San Salvador, monseñor Chávez, Romero era el candidato conservador, el preferido del gobierno, frente al bien preparado obispo auxiliar (más adelante será sucesor de Romero), el salesiano Rivera y Damas, esperanza de los cristianos más abiertos, empeñados en la renovación postconciliar de la Iglesia. Para desilusión de éstos, fue nombrado monseñor Romero. A los 20 días de su posesión los escuadrones de la muerte asesinaron al párroco de Aguilares, el jesuita Rutilio Grande, junto a dos campesinos de la comunidad cristiana. Romero, amigo y conocedor de la calidad sacerdotal de Rutilio Grande, vio con claridad cómo la brutalidad del poder asesinaba la dignidad, los derechos y la vida de los campesinos. Su convicción evangélica y su rectitud de conciencia se revelaron más fuertes que su timidez y conservadurismo; en adelante, venciendo los miedos, surgió el gigante Romero con su extraordinaria fortaleza espiritual y su verbo elocuente. Domingo a domingo, será escuchado con avidez por multitudes en la radio diocesana YSAX. Él estaba claro: “La Iglesia no debe meterse en política, pero cuando la política toca el altar de la Iglesia, ¡a la Iglesia le toca defender su altar!”. El altar de la Iglesia, el altar de Dios y el altar de la conciencia, es la dignidad humana. Cuando el poder quiere aplastar esa dignidad, es imposible callar la verdad. “Si denuncio y condeno la injusticia -dice monseñor Romero- es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El Evangelio nos impulsa a hacerlo y en su nombre estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte”.
El siglo XX está lleno de la desmesura criminal del poder político y de sus monstruosos crímenes. Hitler, Stalin y otros, usando la nobleza de los sueños sociales y prometiendo paraísos y reinos definitivos de felicitad, llevaron al holocausto a decenas de millones.
América Latina clama por un desarrollo productivo y político al servicio de la dignidad humana. No basta reprimir, hay que abrir paso a las necesidades y aspiraciones justas; no basta repartir, hay que crear e incluir. Situaciones que ponen en cruz a los cristianos: el poder, de derecha o izquierda, espera que la Iglesia lo bendiga y celebre; los excluidos, los pobres, saben que el Evangelio les pertenece y consideran que los pastores de la Iglesia son dignos cuando no callan ni se arrodillan ante el poder, sino que inspiran y mueven a todos los sectores para hacer una sociedad defensora de la vida. Al poder no le gustan las conciencias libres, ni el amor cristiano que exige economía y política al servicio de la vida. La jerarquía católica es ambigua: en esos años de horror militar y de genocidio contra los indígenas de Guatemala, el cardenal Casariego fue una vergüenza; por el contrario, el arzobispo Girardi denunció los crímenes militares, presidió la comisión de la verdad y fue asesinado.
Monseñor Romero denunció con libertad y con la fortaleza de Dios y sentía la amenaza inminente: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla […] La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas sin van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: que cese la represión”.
Al día siguiente lo asesinaron para silenciar esa voz, pero la inmortalizaron. Nació “San Romero, Mártir de las Américas”. Desde Venezuela invocamos: ¡San Romero, ruega por nosotros!