Opinión Nacional

La santa muerte

Alejandro Cossío es un fotógrafo como cualquier otro, que trabaja desde hace trece años para el semanario Zeta de la ciudad de Tijuana, y va con su cámara adonde la obligación del día lo lleve. A buscar la mejor jugada de un partido donde se enfrente el equipo de béisbol Los Potros, a cubrir un concierto de música norteña de los ídolos locales Los Tucanes, una exposición de pintura en el museo interactivo el Trompo, un mitin político en el Centro de Gobierno, y si es preciso, una boda elegante en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen.

       O lo que más le ocupa en los últimos años: retratar una pila de cadáveres abandonados en un baldío, un cuerpo que pendula colgado de un puente urbano, en el cuello un rótulo de advertencia o amenaza de alguno de los carteles de la droga contra otro cartel enemigo, o contra la policía y el gobierno. Es lo que más abunda hoy en día en Tijuana, como en Ciudad Juárez, o en cualquiera otra ciudad fronteriza con los Estados Unidos. Cadáveres colgantes, decapitados, descuartizados, apilados en montones.

      Le hemos entregado hace pocos días en Monterrey el Premio de Fotografía, uno de los galardones anuales que patrocinan Cemex y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) creada por Gabriel García Márquez, por su serie de imágenes “México en el punto de quiebre”, que tienen que ver con el horror del narcotráfico; y el título escogido por él para su colección premiada es más que elocuente: se ha llegado al punto en que el estado sobrevive, o sucumbe ante el embate constante de los carteles de la droga que buscan sustituir la autoridad legítima y hacerse con el poder en base al crimen y al miedo.

      Más allá del propio tráfico de estupefacientes, cualquier otra manifestación delictiva cae ahora bajo su jurisdicción y control, el crimen organizado con mayúsculas, un paraguas sangriento que se abre sobre todo el país y cubre asesinatos, secuestros de ricos y pobres, como es el caso de los emigrantes, lavado de dinero, corrupción de autoridades, penetración de los cuerpos policiales, y venta de protección que se extiende desde los grandes negocios hasta los pequeños comerciantes. Ni en los mejores sueños de Dillinger o Al Capone.

      La secuencia de fotos que le ha valido el premio a Alejandro Cossío ha sido organizada con sentido estético, porque existe la belleza de lo terrible aunque uno no lo quiera. Las imágenes corresponden a diferentes momentos de su oficio, esos momentos cuando suena el teléfono en la redacción y hay que salir con la cámara en busca de los horrores del día, y la primera de ellas, en el orden en que las ha puesto, es el close-up de una cadena de gruesos eslabones trabajada en fino metal, plata tal vez, que alguna vez colgó del cuello de un sicario, y que tiene por dije una imagen de la santa muerte guadaña en mano. La santa muerte es la deidad preferida de los narcos, ya se ve que le rinden culto cotidiano. Los eslabones de esta joya de lujo perdulario se derraman encima de la culata de lo que parece ser una carabina, o una escopeta.

      En la conversación del día siguiente a la ceremonia del premio entre maestros de la Fundación y los ganadores de este año, alguno le preguntó si él mismo había acomodado de esta manera tan artística la cadena junto al arma. Cossío sonríe. Jamás haría eso. Su sentido de la fotografía proviene del encuentro con lo fortuito, congelar el instante en que lo casual determina la existencia de la imagen, como si se tratara de una epifanía; se acercó un día a la mesa donde la policía había colocado diferentes objetos incautados a una banda de narcos, para que fueran fotografiados, y la santa muerte estaba ya allí esperándolo para que sólo él la viera.

      Y al organizar la serie, ha querido darle un sentido religioso, nos dice. Una especie de vida, pasión y muerte que resalta en las imágenes, en sus temas y en sus contrastes. El cadáver colgado del puente urbano, a punto de ser descolgado por los bomberos, no deja de ser un descendimiento de la cruz. Hay otro cubierto de pies a cabezas por una sábana blanca, como un sudario; la multitud de cuerpos desparramados, con las manos atadas hacia atrás, han sido abandonados en un botadero, como en el monte de las calaveras los crucificados. Pero hay más. En la culata de una pistola de plata, también confiscada a un narco, dos escorpiones esculpidos se enfrentan a muerte. Un símbolo de los tiempos.

      Esa misma mañana de la conversación, los periódicos de México reproducen con estupor párrafos de un editorial de El Diario de Ciudad Juárez, publicado en su primera página, que dará mucho de qué hablar: “señores de las diferentes organizaciones que se disputan la plaza, queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos. Ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad, porque los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que reiteradamente se los hemos exigido”.

      Acababan de asesinar a tiros en Ciudad Juárez a Luis Carlos Santiago, un fotógrafo de apenas 21 años de edad, que trabajaba como becario desde hacia apenas seis meses en el periódico. Y no era el primero. Antes había caído, acribillado también por los carteles de la droga Armando Rodríguez, que solía apuntar en una pizarra la cuenta diaria de las víctimas de la santa muerte, hasta que su nombre pasó a sumarse a la lista.

      Unos han visto el editorial como una claudicación. Otros, como un llamado de alerta. Pero ilustra mejor que nada lo que Alejandro Cossío llama “el punto de quiebre”. Sobrevivir, o hundirse. Mientras tanto él ha regresado a Tijuana, imperturbable, a seguir haciendo su oficio de todos los días, el que la cámara y la santa muerte le deparan. 

Xalapa, Veracruz, septiembre 2010.

www.sergioramirez.com 
 

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