La botella en el mar
El terremoto de Chile frustró el V Congreso Internacional de la Lengua donde debí participar con una ponencia sobre la lengua y la comunicación, uno de los temas maestros del cónclave, y aquí expongo algunas de las ideas que había escrito para la ocasión, que tienen que ver también en mi libro Cuando todos hablamos:
El recuerdo de mis primeros instrumentos de escritura me parece una prueba de antigüedad cuando a través de la pantalla me asomo al universo infinito de la red en la que reboto saltando de un siglo a otro siglo. La modernidad no es más que la nostalgia por los instrumentos perdidos, la emoción ante la imagen de lo que fue.
Escribir en el cuadernillo de ejercicios de caligrafía siguiendo las líneas punteadas que te enseñaban a imitar la letra Spencer, trazos elegantes e inclinados que tan sólo servían después para llenar los pliegos del castigo que obligaba a repetir cientos de veces no vuelvo a hablar en clases, hasta entumir la mano.
La escritura como penitencia mucho antes de la escritura como gozo. De las máquinas Remington que traqueteaban como animales cansados en la incómoda soledad de la escuela de mecanografía, y que no escondían sus entrañas, a las pudorosas Underwood compactas que no dejaban ver sus tripas y sonaban con menos escándalo pero siempre hacían sonar la campanilla que advertía la llegada al final de cada línea para devolver el carro, ya atemperada la fiebre de teclear sin pausas para escribir de una sentada la obra maestra, y entonces entrar en la manía de la página perfecta sin equivocaciones digitales ni tachaduras ni borrones ni raspaduras, siempre la hoja inmaculada mientras el canasto iba llenándose de papeles arrugados. Máquinas todas ellas que forzaron a alteraciones de la ortografía que aún perviven, porque no traían sino los cierres de los signos de admiración y de interrogación, y así se escribieron no pocas de las obras maestras de la literatura latinoamericana.
Objetos arcaicos que un día fueron modernos, y que sorprendieron por su novedad. Y las palabras que designaron a esos objetos, más que para un diccionario, sirven hoy para un museo de las palabras inundado por las aguas del olvido y que ahora navegaban rumbo a lo desconocido, como tras una crecida que arrastra lo que un día fue útil. Son objetos que pronto nadie recordará del todo, junto con las palabras que los nombraron, y su desaparición me llena de desasosiego.
Hace décadas dejé de escribir a mano. Cuando lo hago, si mantengo el pulso, puedo recuperar los trazos de la letra Spencer de mi infancia, pero se trata de un ejercicio que se agota en la impaciencia, y muy pronto me desbarranco en un apretujamiento de equivocaciones. Me ganó para siempre la máquina. Y por primera vez frente el resplandor verde de las viejas pantallas catódicas de las computadoras a comienzo de los años ochenta, me consolé sabiendo que tenía bajo mis dedos el mismo teclado de las aburridas tardes de la escuela donde debí aprender la mecanografía que desprecié para quedarme escribiendo a dos dedos, con lo que el paso hacia la postmodernidad me tendió un puente conocido.
El lápiz, la pluma, la tecla. La letra con sustancia real que a cada trazo y a cada golpe dejaba su huella indeleble en el papel. En la pantalla, en cambio, tengo frente a mí lo que no existe, porque la escritura se vuelve una estremecedora expresión ilusoria, y al final de cada jornada, cuando apago la computadora, todo lo que he escrito regresa a la nada, y todo, lenguaje, escritura, se vuelve un asunto de ansiedad filosófica ante lo precario. Grafito, estilete, tinta, metal, fueron una vez instrumentos concretos para producir palabras concretas que se podían tocar, borrar, tachar, trastocar, mientras hoy todo no es más que una quimera. On, off, apagar, encender. He allí el dilema.
La obsesión con la materia se vuelve recurrente, como si pudiera asomarme a través de la frontera de dos siglos para reconocer el viejo inventario de mis instrumentos, y las manías y fijaciones con que me marcaron. Cuando escribo un libro, puedo corregir muchas veces en la pantalla, avanzar de uno a otro borrador, pero siempre sé que mi verdadero encuentro con las palabras escritas sólo estará en el papel, y que la única corrección verdadera será la que haga lápiz en mano sobre las páginas impresas. Una verdad con filo, sobre la tersura del papel que se deja rasgar por el lápiz.
¿Pero qué es lo real y qué es lo figurado? ¿Cuál es el alcance verdadero de la palabra virtual? Fuera del lápiz, mi último recurso concreto en el proceso creador, los viejos instrumentos de mi museo tienen cada vez menos que ver con mi vida, y con lo que escribo. El gran instrumento real es el hardware. Hardware, software. He aquí un nuevo tipo de intermediación que nos traspone desde el mundo real al mundo virtual, y donde el hardware es un simple agente para componer la sustancia virtual, hilos del infinito tejido de una red cada vez más densa y sutil. Inconsútil.
Botellas con un mensaje navegando en el espacio cibernético en el que todos somos de alguna manera náufragos esperando ser escuchados, cada quien en su propia isla desierta, frente a su propia pantalla, pulsando las teclas que componen el mensaje que alguien leerá. Segregando hilos como arañas, los hilos de una escritura compartida.
Y es aquí adonde quería llegar. El blog. Las anotaciones diarias de mi bitácora, que lanzo todos los días dentro de la botella, son una escritura compartida. En este nuevo espacio que creo cada vez bajo mis dedos, las viejas teclas haciendo su oficio de siempre, las palabras entran en un nuevo espacio dialéctico donde toda frase gana la posibilidad de tener una respuesta y cada afirmación puede ser de inmediato desafiada. La palabra viene a situarse en ese territorio precario en el que quien escribe puede ser corregido en sus juicios, puede enmendar sus opiniones, o refutar a quienes le refutan.
Voltaire hubiera estado encantado con semejante posibilidad de generar un espacio crítico múltiple semejante, que es lo que es el blog para mí. La botella que se va en la corriente ignorada llevando el mensaje, y puede regresar a mis manos.
Atlanta, marzo 2010.
www.sergioramirez.com