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Los niños de esta guerra

Niñez y muerte. Contradicción esencial, insufrible antinomia. Como vida y muerte, principio y fin, pues sin duda es el niño la feliz encarnación de un prólogo, nítida promesa de lo nuevo, punto de partida. Pero vivimos en tiempos de lógica invertida, de “luz oscura” y “sol negro”, de anormalidad cotidiana y revolutio que sólo pare contramarchas: giro que, en el mejor de los casos, nos retorna una y otra vez al mismo punto. En país castigado por la sinrazón, presa del macabro retozo de la neolengua, los sectores más vulnerables (a quienes, en teoría, empoderaría este régimen) terminaron pagando por la vajilla que unos pocos estrellaron. Aquí y allá nos asalta hoy “esa inocente tristeza que tienen los niños enlutados”, como escribiría José Rafael Pocaterra. Buhoneros, mendigos, vendedores de dulces o lápices en los semáforos, seres malogrados, angurrientos, dueños de ojos saltones y lánguidos, a veces injustamente torvos; niños que se vuelven viejos en medio de pasmosas condiciones de abandono, huérfanos que nacen rotos por dentro, criaturas que aún teniendo padres no pueden ser alimentados, vestidos, educados por ellos, dada la extendida carencia. Lejos zumba el pomposo juramento de Chávez, el de cambiarse el nombre si su gobierno no resolvía el apuro de los niños en situación de calle. La verdad es que a punta de improvisación, indolencia y endémica torpeza, “la revolución bonita” ha ido moldeando una generación de “hombres nuevos” a su imagen y semejanza: generación que, cada vez más desviada del ideal de ese “individuo superior” que invocaba Marx (Hombre Total; espiritual, moral, intelectual, física, íntegramente perfeccionado) resulta, por el contrario, clara estampa del antivalor, la decadencia, la calamitosa regresión que vino con el chavismo.

Qué chasco inexcusable. Es la conocida repetición de la historia, “una vez como tragedia, otra vez como farsa”. Los viejos afanes del totalitarismo para perpetuar su cosmovisión a través del adoctrinamiento de niños y jóvenes (imposible no recordar la novela “Los niños del Brasil”, ficción basada en la obsesión real del doctor Mengele por la manipulación genética, y en la que Ira Levin imagina la espeluznante clonación que eternizaría al Führer y aseguraría la superioridad de la raza aria) son, en nuestro caso, absurdamente recreados por la vía del error, de la funesta carambola. La eternización de un modelo basado en la reproducción y normalización del deterioro no podría sino valerse del fomento de este futuro enjuto y en descenso, ese niño cada vez peor alimentado, cada vez menos ilustrado, orientado o protegido; adulto despojado a priori de la habilidad para decidir sobre su destino. Niños marcados desde su nacimiento por el hierro candente de Thanatos, habituados a pelear por la migaja, a disputar su suerte en la ruleta del CLAP, a defender con uñas y dientes su precario territorio o espantar, como sea, el guiño del miedo.

En tal sentido, las noticias son perturbadoras: en ausencia de cifras oficiales actualizadas (la opacidad, en este punto, luce elocuente) el diputado Carlos Paparoni aseguraba ante la Asamblea Nacional que este año se habían contabilizado 27 casos de niños que murieron por desnutrición. Reparar los brutales y silenciosos corolarios del hambre, el devastador daño cognitivo y fisiológico que, en especial, estrangula a la población más joven, podría tomarle al país hasta una generación completa, advierte Marianella Herrera, miembro de la Fundación Bengoa. Sumemos a eso el dato de que 9,6 millones de venezolanos comen 2 o menos veces al día, o la ausencia de proteínas en sus platos (así lo indica la Encuesta de Condiciones de Vida, ENCOVI 2016) para que el mañana se nos revele como una contrahecha menina. Cuánta penuria. Sin estar viviendo, stricto sensu, las privaciones de un conflicto bélico formal, nuestros niños trajinan con los infiernos de otro tipo de guerra; una cuyos tajos se nos van instalando, tenaces, sin barullos.

No es raro que los niños de esta guerra terminen metabolizando la violencia que los acogota. Confundida por el maltrato, reducida por el dilatado ayuno, la verde impericia para distinguir entre bien y mal, y aún en edades en que atentar contra la vida parece un contrasentido, hay una infancia que optará por zambullirse en las ciénagas de la agresión o la autoagresión. Hablamos del suicidio de niños y adolescentes (según Cecodap, se pasó de 11 casos en 2014 a 17 en 2016, un incremento de 21%); de la historia de Michelle Longa, liceísta embarazada, muerta tras la impía golpiza que le asestaron tres compañeras de clase; o del homicidio de dos militares a manos de quienes se mientan “cachorros”, un niño de 10 años y una joven de 15, parte de una jauría armada de cuchillos y despojada de bridas: la psiquis sin contención. Thanatos, que gana terreno, mientras Eros se pregunta en qué parte de la Patria se extravió la inocencia.

Niños y muerte. Antítesis, disonancia intratable… ¿cuánto infeliz oxímoron hará falta para que este gobierno entienda, al fin, que su equivocación no es un juego?

@Mibelis

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