Derek Walcott (1930-2017) y los mangos marinos
El viernes 17 de marzo desapareció uno de los colosos de la literatura universal de nuestros días. Derek Walcott, el escritor más deslumbrante en lengua inglesa, quien fuera uno de los intelectuales más vigorosos y lúcidos, no sólo del Caribe, si no de la América Latina -entre otras virtudes, por su portentoso impulso fundacional en la poesía, a la manera que lo hicieran Neruda o Paz -; aunque haya nacido distante de las riberas del continente, en la volcánica isla de Santa Lucía, collar reluciente de las Antillas menores. Con su gran amigo Carlos Fuentes celebraron, durante uno de los frenéticos viernes por la noche de Gros Islet, ese Mare Nostrum que compartían con su creatividad civilizatoria, y en donde se erigieron los sueños de muchos nuevos mundos: nuestro mar Mediterráneo en el Atlántico.
La entrega poética de Walcott, como el auténtico genio del lenguaje -y de la imagen plasmada en lienzo- que ha sido, poseía, y se afinaba, con un diapasón muy rico: iba de la dramaturgia al poema «Homérico» (nunca mejor dicho con su «Omeros»); y de la exigente dirección escénica a las artes plásticas, decantadas en acuarelas que también le aseguran un lugar privilegiado en los anales históricos de la pintura más sobresaliente, y en una región bendecida con el resplandor de una luz que compartía con su admirado Camille Pissarro, nacido en la vecina Saint Thomas.
Una noche de 2013, en Rodney Bay, cenando con nuestras esposas en un restaurante chino a cuya comida era muy aficionado, le conté que me había propuesto celebrar la mexicana fiesta de los muertos con la lectura, en atril, de algunas escenas del Don Juan Tenorio, pero que amigos comunes me habían advertido que él había escrito una pieza encargada por un teatro londinense basada en la obra de Tirso de Molina; y le pedía autorización para trocar a Jose de Zorrilla por el texto de su autoría. Con ese carácter suyo, mezcla de sabores encontrados y la voz de barítono enfadado que le gustaba desplegar con alguna sorna y mucha ternura, Derek advirtió: «solo si monto y dirijo yo, así que vamos a ver ahora mismo el escenario que propones»; éste era el ingreso del formidable edificio histórico que ocupa la embajada de México en Castries, uno de los emblemáticos y últimos edificios coloniales de Santa Lucía, con largos corredores y arcos espléndidos que se transformaron en una escenografía inigualable para un montaje y un reestreno de su obra en su propia tierra, a al que asistió la Gobernadora General de esa prodigiosa isla de Barlovento donde también nació Josefina Beauharnais, la mujer de Napoleón (aunque los oriundos de la vecina Martinica se la disputen).
Pero lo que partió como una idea de sobremesa terminó en una producción teatral que ha dejado huellas en ese país emblemático del Caribe oriental. Un día tendré que contar pormenores de la experiencia maravillosa de asistir al trabajo de dirección de un Derek Walcott que exigía una entrega similar a la que se demandaba a él mismo y había que ver la veneración con la que sus actores se entregaban a la creación de momentos tan altos de la puesta de escena de un autor célebre y legendario. La obra titulada «The Jocker of Seville», contaba además con la música de Gal Mac Dermot, el histórico compositor canadiense de la clamorosa «Hair».
Una de las fortunas que prevalecen en la vida diplomática ha sido siempre el privilegio de conocer y tratar a personajes fundamentales de la vida política, socioeconómica y cultural de los países donde se representa al país de uno; y en mi larga carrera de casi 44 años en activo debo subrayar esa suerte de don que he recibido, al contar con la amistad y las lecciones de un hombre de la estatura humanística de Derek Walcott. La nuestra no fue una relación de circunstancia de trabajo, si no que trascendió a lazos familiares profundos.
A los pocos minutos del despliegue de coincidencias que marcaron el azar de nuestro primer encuentro, ya estábamos siendo invitados a compartir una mañana de playa Sui Generis, en la particularidad de que Sigrid Nama, la mujer de Derek y él solían pasar todos los domingos en una cala bajo los tendederos de dos humildes familias, una que vendía cocos y la otra pescado frito. Al aceptar la primera cita Sigrid me tomó del brazo diciendo, por favor no vaya usted a llegar con el conductor oficial, a Derek le incomoda mucho. Cuento esto para que quede constancia de una de las imágenes comunes que retratan bien a ese Premio Nobel de Literatura que algunos calificaban de díscolo y que se prodigaba con generosidad con la gente más humilde de su isla, tomando, eso sí, distancia de los poderosos, pero con elegancia y sin mayores aspavientos; pues allí, en esa playa que ya cuenta con la reminiscencia clásica de su Omeros, el sabio y enérgico poeta y mis hijas, celebraban el ritual dominical de meterse entre las olas con un mango en pleno mar turquesa, y chupar su jugo, por un hoyito abierto en la fruta más provocadora del mundo –el mango de los Adanes fundacionales del Caribe-.
Cuando recibí la triste noticia de que tenía que salir de Santa Lucía porque me habían trasladado oficialmente y debía arrancarme las raíces de nueva cuenta (he servido en más de 8 países de 4 continentes), me costó mucho trabajo comunicarle a Derek Walcott el fin de mi misión diplomática.
Él reaccionó más como un padre que como un mentor agraviado, diciéndome: «A mi edad no ando haciendo amigos para perderlos». Ahora pierdo yo más que a un amigo y a un hombre de letras y a un artista pintor al que seguiré admirando, de modo inconmensurable.