Del problemario educativo
La culminación de los comicios parlamentarios, cuyas consecuencias parecen agravarse por la insensatez y desesperación de un gobierno que ha perdido la calle, dice distraernos respecto al fundamentalísimo asunto de la educación. Y, por más que la propaganda oficialista pretenda falsificar la realidad, el regreso a clases ejemplifica muy bien la debacle económica en la que nos encontramos, apenas indicio de un extenso problemario educativo evadido sistemáticamente por el Estado.
Todo por saber, aprender a aprender, vivir y compartir que ha de explicar el empeño my desempeño de la muchachada en una sociedad como la nuestra, todavía distante de la que convierte el conocimiento y la información en una clave estratégica de sus avances, no se entiende sin el descubrimiento, realización y profundización de las vocaciones. Es muy poco lo que se hace en tan delicada materia, pues la escuela se ha convertido en una suerte de depósito general y transitorio de las juventudes a las que no puede atendérsele adecuadamente en los ya agobiados hogares, rehenes de la demagogia fácil del régimen.
La falta de los especialistas en cada una de las escuelas, que puedan atisbar, canalizar y desarrollar las vocaciones, se hace sentir. La tarea es asumida enteramente por los docentes que, por desprendimiento personal, a pesar de sus propias angustias profesionales y económicas, sin tiempo para realizar y ponderar un test adecuado, intentan salvar el talento que despunta y hasta la vida misma del muchacho que asiste al aula tiznado por la violencia de los entornos.
El proceso de decantación de preferencias, en provecho de las habilidades o destrezas naturales que pueden lucir promisorias para la realización como persona humana del educando, se ve frustrado por la ausencia de las herramientas más adecuadas. Por ello, insurge como única bandera la posibilidad del masivo e indiscriminado acceso a la educación superior, incluyendo la creación e improvisación de los otros depósitos que, sin un ápice de credibilidad académica, permite correr la arruga del decisivo trastorno que confrontamos.
El promedio de notas del bachillerato, por ejemplo, es el único indicador disponible que dice autorizar el acceso. A mayor elevación del índice, mayores probabilidades tiene el egresado de elegir – además – la institución en la que desea cursar sus estudios. Sin embargo, la situación es otra.
Habitualmente, el rendimiento es muy bajo, sobre todo en los liceos públicos, algo que no preocupa al Estado. Y, lo que es peor, el muchacho no comprende ni acepta que sus posibilidades dependan del propio esfuerzo que haga y le permita elegir la carrera y la institución de sus antojos, porque el derecho a la educación lo ampara, tal como se entiende en los hogares que lo reclaman, sin el compromiso firme de los padres y representantes por coadyuvar en una tarea inmensa que compromete la existencia misma de la llamada sociedad civil, independiente del aparato y aparataje del Estado que tiene sus inalterables y específicos intereses.
El promedio de notas constituye un parámetro deficiente, pero es el único disponible hasta el momento y mal puede abrigarse la ilusión de contar en casa con un ingeniero nuclear, electricista, profesor de secundaria, médico veterinario o artista plástico, cuando ha sido tan pobre la adquisición de conocimientos. Unicamente se asoma en el horizonte la absoluta gratuidad de una concesión hecha, despejando el camino de la más burda maniobra populista.
Días atrás, en una barriada de Maracay, hallamos el testimonio de un joven que ha abandonado la ingeniería de sistema por sus grandes dolencias en el campo de las matemáticas. Disciplina y profesión de moda, hizo suya la consigna oficialista: todos tienen el derecho de cursar la carrera que deseen, aunque el Estado no contribuya en modo alguno al descubrimiento de las aptitudes, talentos o vocaciones y mucho menos a la elevación del promedio de notas, garantizando la estabilidad social y económica, la libertad y la convivencia necesarias.
El muchacho de Maracay busca oportunidades y, con seguridad, más adelante tendrá que conformarse con el precario empleo que la suerte pueda depararle, presto al amargo afán de la supervivencia. Y, a lo sumo, participar de todas las imprevisiones del Estado que únicamente lo tiene por una potencial ficha política para el sostenimiento de su dirección.
Creemos haber escuchado del ministro de la Defensa que apenas ingresaron a las academias militares 400 de los 20 mil aspirantes, a los que seguramente le impondrían todas las pruebas necesarias para la calificación, pero niegan el criterio para el resto de la sociedad destinada a agolpar e implotar las instituciones educativas más prestigiosas que se tienen en el país. La salsa que es buena para la pava, no lo es para el pavo.
En medio de las insuficiencias, esa misma sociedad civil debe agotar sus mejores esfuerzos por elevar el promedio de notas de la muchachada, quizá la más segura ponderación de las aptitudes que despuntan. E, incluso, imponerle el deber moral de hacerlo como requisito indispensable para plantear las otras demandas pendientes.
PROBLEMARIO DE NAVARRO
Durante la campaña electoral, en una barriada maracayera, conocimos a un joven desalentado ya que, luego ingresar al básico necesario para la ingeniería de sistema de sus sueños, debió abandonarlo por su deficiencia en el área de las matemáticas más elementales. Consciente, intentará cursar otra disciplina más afín a su desempeño de bachillerato, aunque prontamente puede atraparlo un empleo que le permita contribuir al precario presupuesto familiar que día a día lo convoca y, sin mayores estímulos, luchar por uno más estable que literalmente le permita sobrevivir al fundar tempranamente su propio hogar.
Además de la aceptación de la demagógica consigna gubernamental, con las consecuencias que ha acarreado, alimentándolo de una precoz frustración, debemos apuntar a la materia de sus tormentos. Al igual que la enseñanza del inglés de consecutivos cinco años que no permite siquiera balbucearlo, ha sido un rotundo fracaso la enseñanza de las matemáticas cursadas desde la más remota infancia, por más indispensables y estratégicas que sean. Sin embargo, observemos, operan con eficacia prejuicios, comodidades y convicciones que no permiten dominarla (incluyendo al suscrito).
De un lado, como si en este lado del mundo fuésemos – además – genéticamente menos aptos, la materia escolarmente ha sido representada como cosa de extraterrestres, imposible de dominar, susceptible de improvisar o “piratear”, jamás requerida de una constante, creciente y consecutiva dedicación. Predispuestos, le tememos inmensamente y hasta de generación en generación, solemos transmitir un miedo a algo más complejo que nos lleva – precisamente – al ensayo de la comodidad.
Precisamente, por otro lado, ha sido práctica recurrente que, ante la incomprensión cotidiana de la materia, recurramos a la ya sistemática, apurada y apretada enseñanza paralela. En lugar de cuestionar las posibles fallas del docente regular o del propio educando, la comodidad nos lleva a contratar a un maestro o profesor adicional no para atender aspectos puntuales o extraordinarios, sino impartir farmacológicamente o en pastillas, el programa.
Por último, prevalece una convicción: no se necesita de esfuerzos y sacrificios para atender lo que es una urgencia permanente, porque ese mucho esfuerzo y sacrificio no está en el libreto. Constituye todo un aprendizaje, por lo que bastará un examen de diez puntos que nos permita sortear el obstáculo, contratar a alguien que nos diga qué cosa va en el examen, copiarse o –simplemente- “robarlo”.
Obvio, porque no es novedad alguna la cosa, tuve severas dificultades con las matemáticas de bachillerato hasta que encontré a un profesor de apellido Blanco que me aconsejó – sencillamente – acudir a sus clases y practicar los ejercicios. De modo que tomé el famoso Problemario de Navarro, resolviendo de punta a punta todos sus ejercicios: no sólo aprobé la materia, sino que supe de los esfuerzos y sacrificios que siempre supone, llevándome por el medio el prejuicio.