Opinión Nacional

Una estafa llamada Murakami

Escribo esta bagatela dominical luego de cumplir con rutinarios treinta  minutos diarios en mi  bicicleta elípitca de la prestigiosa marca Orbitrek. 

El motivo de ella es un libro muy celebrado últimamente: “De qué hablo cuando hablo de correr”, de Haruki Murakami. Me apresuro a decir que estoy en la minoría de lectores a quien Murakami deja por completo fríos. 

Mucho antes de que el doctor Kenneth Cooper publicase, en 1970, su libro seminal – “El nuevo aerobismo”–,  la especie humana llevaba miles de años corriendo. O en todo caso, no necesitaba que la enseñasen a dar sistemáticos trancos teniendo la salud en mente.

Desde nuestros orígenes en la árida planicie surafricana, los humanos estamos acondicionados para la carrera. Sin embargo, hay que acordarle al doctor Cooper, entre otros, el haber contribuido grandemente a darle  un cariz recreacional – ideológico, si lo piensa usted bien– a lo que, en lo esencial, es un  reflejo defensivo.

Hoy, correr – correr de modo deliberado y rutinario; correr como disciplina que genera su propio pensar sobre sí misma – forma parte de un globalizado repertorio de conductas humanas que habría resultado  sencillamente impensable  hace medio siglo.

Sobre las ventajas de correr se ha escrito un Himalaya desde entonces, y también, a buen seguro, sobre mucha gente saludable que ha caído fulminada por la muerte súbita por la falla de una artera válvula aórtica, por causa de una arritmia o, sin más, por un infarto masivo. La sarcástica letalidad de este tipo de episodio es tanto más cruel cuando más devoto creyente de las virtudes del aerobismo y de los complementos antioxidantes es el deportista muerto. Y ahora, volvamos a Murakami San.

  2.-

¿Cuántas actividades de tipo, digamos, atlético se avienen con la vida del escritor de ficciones mejor que el correr?

Considérese que correr es barato y que lo escritores, salvo que se hallen ya en el rango de un Vargas Llosa o un Paolo Coelho, son gente más bien pobretona: todo lo que se necesita es un buen par de zapatos ad hoc. Más tortuoso es el tema de cómo obra intelectualmente la carrera en el modo en que el escritor aborda su trabajo.

Sin embargo, es poco lo que, en plan ensayístico, con ánimo reflexivo, se ha escrito sobre el tema. No me refiero aquí a joyas narrativas como “La soledad del corredor de fondo”, del británico Alan Sillitoe. En esa pieza maestra de la literatura del siglo XX, el protagonista es un joven corredor de fondo con sobrados motivos para “parar” y deliberadamente perder una carrera, pero el relato de Sillitoe nada nos dice sobre el efecto  de las endorfinas liberadas por el ejercicio en la misteriosa neurofisiología de la invención literaria.

Más a propósito, creo, es el breve pero agudo ensayo que la estadounidense Joyce Carol Oates publicó en The New York Times, en 1999. Oates, como se sabe, es también autora de una imprescindible colección de ensayos sobre el boxeo. En la pieza entregada al diario neoyorquino, comparte su expriencia como corredora. Y afirma que, durante la carrera, “una misteriosa florescencia del lenguaje late en el cerebro, acompasada con el ritno de los pies y el balanceo de los brazos. Se diría que el escritor-corredor atraviesa el paisaje–a menudo citadino– de sus ficciones, como lo haría un fantasma en un escenario real”.  Ofrezco al lector – ya sea corredor-escritor o no–  este otro hallazgo de la Oates: “Al correr, el ‘espíritu’ parece invadir el cuerpo del mismo modo con que los músicos ejecutantes experimentan el fenómeno de la ‘memoria tisular’ en la yema de sus dedos: el escritor parece experimentar en sus pies, pulmones y en su pulso acelerado, una extensión de su yo  imaginador”. No hallará usted nada que se acerque a vuelos en el librillo de Murakami.

El narrador japonés afirma haber salido a correr todos los días durante los últimos ventitrés años. Ciertamente, ha participado en al menos un maratón anual desde hace ya un buen tiempo. En este libro – cuyo título rinde homenaje al escritor estadounidense Raymond Carver, uno de sus favoritos y uno entre los muchos que el japonés ha traducido a su lengua natal–, intenta narrarnos su historia personal como escritor-corredor. Propone para ello un paralelo entre entrenar para los maratones y la escritura de ficción.

Peter Terzian, un reseñista literario del Los Angeles Times, al comentar el texto de Murakami, señala atinadamente que  correr [ en solitario], igual que escribir, no es cosa realmente competitiva: cada participante ostenta ante sí mismo su personal best: esa mejor marca que uno procura abatir íntimamente.

A diferencia de la Oates, Murakami no se sirve del espacio ni del tiempo de la carrera para pensar en la escritura. “En lo esencial, no pienso en nada cuando corro”– escribe– “y todo lo que hago es continuar corriendo dentro de mi propio, acogedor vacío casero”.

Que no piensa en nada– al menos no cuando trota en su vacío – se deja ver en este que, como diría don Alfonso Reyes, es un [mal] “libro de pedacería”: una colección de desabridas crónicas, escritas a trancas y barrancas por el maratonista Murakami hace veinte o quince años para la prensa deportiva de su país. El débil aglutinante lo aporta su evocación de cómo se preparó para el maratón de Boston del 2005. Las sesiones de entrenamiento se nos ofrecen  con deslumbrantes alardes, tales como : “ Nunca salgo a montar bicicleta sin llevar una botella de agua. Así, mientras pedaleo, tomo la botella de su receptáculo en el bastidor y trago un poco de agua. Luego pongo de nuevo la botella en su lugar”.

La palabra “aceptar” recurre en decenas de párrafos,  casi todos ellos referidos al declinar de la forma física al paso de la edad. Murakami pretende darle a esa constatación el rango de un sentimiento moral que llama runner’s blues:  sabiduría –¿oriental?– del corredor que envejece. Murakami – es sabido– propala una idiosincrásica vertiente del Zen que suministra “koanes”sobre la mengua física tan bonzos como este: “Así es la vida: tal vez lo mejor que podemos hacer es aceptarlo”. Y, en otra parte: “No importa cuán viejo me haga: siempre descubriré algo nuevo acerca de mí mismo”.

Murakami, como se ve,  es el Paolo Coelho de quines presumen de lectores “al día” pero en verdad la quieren fácil. No importa cuánto dure su libro en las listas de mejor vendidos, digo yo, es seguro que no mejorará con el tiempo.

Y lo mejor que Murakami y sus admiradores  pueden  hacer es aceptarlo.

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