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Turquía contra Europa

Ya no hay dudas. Asistimos a un proceso de escalación en las relaciones políticas que se dan entre Turquía y Europa. Ese proceso es inducido desde la propia Ankara.

Ya es evidente que el antiguo amor de Erdogan por la UE ha expirado; y como todo amor despechado amenaza con convertirse en odio (en este caso debido a la persistente negativa europea al ingreso de Turquía a la UE a pesar de ser miembro de la NATO y uno de los principales socios comerciales de Europa)

El punto de partida de los desencuentros entre Alemania y Turquía tuvo lugar hace un tiempo atrás. En descargo del agresivo Recep Tayyip Erdogan, hay que consignar que el inicio de la actual enemistad fue incentivado desde la propia Alemania. Un supuesto, grotesco e insultante “poema” de un cabaretista al pueblo turco y una inusitada e innecesaria condena del parlamento alemán a los sucesos de Armenia ocurridos hace más de un siglo, fueron hechos que lograron desencadenar las iras de Erdogan.

Después de reiteradas disculpas del gobierno alemán, parecía que las relaciones entre ambos países volverían a ser normales. Hasta que Erdogan decidió cambiar nuevamente el curso de las cosas. La injustificada prisión del periodista Denis Yücel impulsó una campaña de solidaridad en la prensa alemana. Y en lugar de acceder a las peticiones diplomáticas, la justicia gubernamental condenó a Yücel a cinco años de prisión, acusado de espía alemán (una mentira tan grande en la que no puede creer ni el mismo Erdogan)

Como respuesta, en las ciudades alemanas de Gaggenau y Colonia, las autoridades locales decidieron negar los permisos para que el ministro de justicia turco, Bekir Bodzag, realizara campaña electoral entre sectores de la población turca residente, a favor del plebiscito que tendrá lugar muy pronto en Turquía y cuyo objetivo es consagrar constitucionalmente a la autocracia de Erdogan.

La respuesta de Gaggenau y Colonia fue sin duda la más adecuada. Ningún país puede ser utilizado como plataforma electoral por otro sin autorización de las autoridades correspondientes. Más todavía si ese mismo derecho es negado por Erdogan a sus adversarios en la propia Turquía.

Lo que menos deseaba Angela Merkel era un conflicto con Turquía. Las interconexiones económicas y financieras entre ambos países son numerosas y sólidas. Pero tampoco puede guardar silencio si Erdogan acusa al actual gobierno alemán de nazi. Precisamente desde un país cuyo pasado no es un primor de democracia y cuyo presente es famoso por la violación sistemática de los derechos humanos.

La repuesta de Merkel fue moderada. Quizás demasiado moderada. Ella solo se limitó a afirmar que las declaraciones de Erdogan estaban fuera de lugar. Por si fuera poco, su ministro del exterior, el socialdemócrata Sigmar Gabriel, no vaciló en asumir una actitud sumisa frente a su equivalente turco al que le fue permitido, además, realizar actos electorales a favor de Erdogan en Hamburgo. Pero nada de eso fue suficiente para el mandatario turco. En ningún momento ha intentado retirar sus injurias al gobierno de Alemania. ¿Cómo explicar actitud tan beligerante? Hay una sola posibilidad: Erdogan desea provocar a Alemania y Europa. Sus objetivos, evidentemente, son dos. Uno de corto, otro de largo plazo. El primero obedece a razones de política interior. El segundo a razones de política exterior.

El primer objetivo está determinado por el plebiscito que tendrá lugar a mediados de abril en Turquía. Con ese plebiscito Erdogan pretende transformar la constitución parlamentaria en una radicalmente presidencial y con ello asegurar la continuidad de su mandato autocrático. A fin de lograr ese objetivo, Erdogan intenta tocar las fibras nacionalistas de Turquía y así erigirse como defensor simbólico de la patria mancillada por la arrogancia y prepotencia de Alemania y Europa.

El segundo objetivo es más ambicioso. Si Erdogan gana el plebiscito –y hará lo imposible por ganarlo– llevará a cabo un gran viraje histórico: desconectar política, cultural y militarmente a Turquía de Europa para convertir a su gobierno en una suerte de vanguardia del mundo islámico. La reislamización que tiene lugar en todas las instituciones de Turquía ya es parte de ese proyecto.

Del mismo modo, las recientes e intensas relaciones establecidas por Erdogan con el otro gran autócrata enemigo de la Europa Unida, Vladimir Putin, muestran que el gobernante turco parece estar plenamente decidido a emprender la que él considera su misión histórica. Sus delirios de grandeza son ese sentido muy similares a los de su colega ruso. Mientras Putin intenta restaurar el imperio de los zares, apoyado en la que fuera la iglesia zarista (ortodoxia cristiana), Erdogan intentará restaurar el imperio otomano, apoyado en las más arcaicas tradiciones del Islam.

Ambos autócratas cuentan con fuerzas internas de apoyo apostadas en los propios países europeos. Erdogan con una gran población turca e islámica repartida a lo largo de toda Europa. Putin con los partidos y movimientos neo-fascistas algunos de los cuales, como el encabezado por el FN de Marine Le Pen y el PVU de Geert Wilders, se encuentran muy cerca del poder.

Precisamente en Holanda ha sido abierto por Erdogan un nuevo frente de guerra política. Ello ocurrió cuando el gobierno holandés negó el permiso al ministro del exterior turco, Mevlütt Cavusoglu, para que realizara demostraciones electorales a favor del plebiscito de Erdogan en territorio holandés.

Desde el punto de vista de la política interna del país, el gobierno holandés no podía hacer otra cosa. Demostraciones políticas del gobierno turco en Holanda, a muy pocos días de las cruciales elecciones parlamentarias, habrían sido un gran obsequio a la propaganda electoral anti-islámica de Wilders.

Dicho con seguridad: tanto Erdogan como Putin apuestan a personajes como Le Pen y Wilders, para ellos piezas maestras destinadas a desequilibrar la unidad de Europa. Erdogan, mostrando lo reducido de su repertorio, ha acusado al gobierno holandés de fascista.

Quizás recién los políticos europeos comienzan a entender la naturaleza de los dilemas que enfrenta la democracia occidental. Más allá de la persona de Erdogan e incluso de la del mismo Putin, hay una línea demarcatoria frente a la que tarde o temprano todos los gobiernos europeos deberán posicionarse. Esa línea es la que separa a dos repúblicas. A un lado las repúblicas autoritarias y confesionales, sometidas a la voluntad implacable de líderes anti-parlamentarios y mesiánicos. Al otro, las repúblicas liberales y democráticas, amenazadas ayer por los totalitarismos del siglo XX, hoy nuevamente amenazadas por las autocracias del siglo XXl.

Ayer Europa logró salvar a la democracia gracias a la protección de los EE. UU. Hoy, como consecuencia de la desgracia presidencial caída sobre los EE. UU, deberá hacerlo, con toda probabilidad, sola. Con su propia política y con sus propios medios.

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