Bicentenarios
Este año se conmemora el bicentenario del 19 de abril de 1810, cuando el Cabildo de Santiago de León de Caracas obligó a renunciar al Capitán General Vicente Emparan y, bajo el hipócrita nombre de Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII, asumió en los hechos el gobierno de la provincia para, junto con las otras seis provincias que la respaldaron, propiciar la formación del Congreso que el 5 de julio del año sucesivo declararía la independencia de España, instaurando así, formalmente, el gobierno republicano.
Esta sucesión de acontecimientos pone en evidencia varias cosas que de alguna manera se han venido quedando en la sombra. La primera de ellas es que también en la América española las ciudades precedieron a la nación; la segunda es que tanto la separación de España como la instauración de la república independiente fueron iniciativas civiles y no, como se nos ha querido hacer ver siempre pero ahora con más intensidad, militares; y la tercera es que la primera de ellas fue eminentemente municipal: fueron las autoridades locales las que, seguramente aterradas, se atrevieron a enfrentar al imperio agonizante. Los militares vendrán más tarde, la mayoría de ellos improvisados, y tendrán un rol tan importante como honorable: asegurar la permanencia de los logros alcanzados frente al intento de reconquista, confirmando el repetido aserto de Clausewitz según el cual la guerra sería la continuación de la política por otros medios. Después abusarán y querrán que su contribución les sea recompensada en exceso, pretendiendo convertirse en poco menos que los amos de la sociedad.
Esa distorsión militarista ha llevado a absurdos notables, como que tres de las más importantes ciudades venezolanas han creado agencias de renovación urbana bajo la advocación de destructores de ciudades: el Centro Simón Bolívar en Caracas, el Centro Jacinto Lara en Barquisimeto y el Centro Rafael Urdaneta en Maracaibo; si alguien pretendiera sustituir esos nombres por los de los fundadores de cada una de ellas sería seguramente lapidado sin compasión.
Llama entonces la atención cómo dos hechos eminentemente civiles y que fueron incubados en las ciudades, no en cuarteles ni campamentos, se celebren con rituales militares en una injustificable concesión de la sociedad civil. Aunque los tiempos no son los más propicios, es hora de impulsar el rescate de los valores civiles de nuestra historia, entre otras razones porque es probable que en esa dejación esté parte de la explicación de la pésima calidad de las ciudades de un país que hoy por hoy es, paradójicamente, el más urbanizado del continente.
Debo concluir excusándome con mis amigos historiadores por esta abusiva incursión en sus territorios, pero en estos tiempos de delirios neo-monárquicos parece útil reflexionar sobre el papel jugado por las ciudades en la formación de esa abstracción que en fin de cuentas es la nación.