Opinión Nacional

¡Muerte a los libros! ¡abajo la cultura!

A Luis Penzini

Se le atribuye a Joseph Goebbels, el todopoderoso espaldero intelectual de Adolfo Hitler, haber expresado públicamente que cuando escuchaba la palabra “cultura” agarraba instintivamente la cacha de su pistola. Pocos sospechan siquiera que Goebbels, un hombre enteco y contrahecho, cojo por haber sufrido en su infancia de una parálisis infantil, de no más de un metro cincuenta y cinco de estatura, imponente voz de barítono, agitador profesional y tan liviano como un jockey – pesaba 45 kilos – había sido un marxista fanático, un comunista convencido, hasta que cayó en las redes berlinesas de Gregor Strasser, un marxista bávaro de la primera hora, derivando al nacionalsocialismo y convirtiéndose luego de caer en brazos del cabo austríaco en el segundo hombre en importancia detrás del Führer.

Que la palabra cultura y el deseo de acabar de un pistoletazo con artistas e intelectuales se hayan asociado para siempre con dictadores, caudillos y autócratas es lógico. Desde que el emperador chino Qin Shi Huang ordenara la quema de todos los libros existentes en China y el enterramiento vivo de muchos intelectuales que se negaron a obedecer la monstruosa orden, en el año 212 antes de Cristo, hasta la estricta prohibición de la libre circulación de todas aquellas obras que quebranten el absolutismo del castro comunismo en Cuba, el odio a los libros y al saber ha sido una constante universal de los tiranos. Como hasta un colegial lo sabe, filosofía significa amor al saber. Y su máxima potencia, la Aletheia griega, significa desvelamiento. De allí el vertebral e inevitable compromiso de la cultura con la verdad, tan profundamente emparentada con la belleza, que todos aquellos regímenes totalitarios montados sobre gigantescos castillos de falacias, fraudes, engaños y medias verdades no puedan menos que tener una profunda desconfianza por quienes piensan y crean con pensamiento y voz propios. Toda vez que la verdad y la belleza viven de la denuncia de la falsedad y la injusticia de la realidad que nos oprime y aspiren a la superación del engaño de las máscaras reinantes mediante la reivindicación  de la verdad y el imperio de la justicia.

De allí también que tras del odio a la verdad, al pensamiento, a los intelectuales y a los artistas esté el odio a los libros, el máximo vehículo de la cultura desde tiempos inmemoriales, puestos al alcance de la mano por el maravilloso invento de la imprenta. ¿Cómo olvidar la gigantesca hoguera ordenada por Hitler y Goebbels, hecho ominoso acaecido en la Plaza Bebel de Berlín, el 10 de mayo de 1933? ¿Cómo olvidar la desesperada búsqueda de libros condenados por la Inquisición, hecho repetido hasta el cansancio bajo todos los regímenes dictatoriales y que muchos de nosotros viviéramos en la primera fila de los perseguidos por las tiranías militares de los años setenta y ochenta?

Llevo meses buscando libros que he visto reseñados en las secciones de libros de El País, de España, de Excelsior, de México, de Clarín y la Nación, de Buenos Aires, de La Tercera, de Santiago de Chile. Hubiera querido encontrar El Hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. Tuve que pedirlo a un amigo que volvía de los Estados Unidos. Recorro sistemáticamente las librerías de Caracas, en donde me llevo dos inmensas sorpresas: no hay novedades, y las pocas que logran sortear el campo minado de CADIVI, del SENIAT, del Banco Central cuestan fortunas inalcanzables para un estudiante universitario o un modesto profesional. Los precios son estremecedores.

En estos días se me vino el alma al suelo al encontrar cerrada la librería que llevaba visitando semana a semana desde hace más de treinta años, y en donde tuve la dicha de conocer personalmente a Jorge Luis Borges, a Vargas Llosa, a Gabriel García Márquez y a tantos y tantos grandes escritores e intelectuales de España y América Latina. Conversar con Walter Rodríguez, un emigrado uruguayo compañero de los naufragios de las dictaduras sureñas, uno de los más informados, cultos y cordiales libreros profesionales de la Venezuela democrática, constituía un bálsamo en estos tiempos de tinieblas. El culpable del cierre de la librería LECTURA no es otro que el teniente coronel que nos desgobierna. Y los fantoches que fungen de ministros de la cultura y a quienes un libro, cualquier libro que no haya sido escrito por Marx, Engels o el Ché Guevara y no contenga una égloga a las glorias del ágrafo cuartelero que nos sume en el oscuro corazón de nuestras tinieblas no vale la pena de ser producido o importado. De allí la declaración de guerra a muerte al libro y a la cultura que vehiculizan. Nadie más reacio al engaño y el sometimiento que una persona culta y educada. Nada más difícil de convertir en fanático adorador de un analfabeta cuartelero que un hombre culto.

El cierre de Lectura nos conmueve a todos. Anticipa la catástrofe que se cierne sobre la industria editorial y el comercio del libro.

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