Opinión Nacional

Construyendo un futuro para Caracas

Con particular intensidad desde fines del siglo pasado, un notable grupo de ciudades latinoamericanas han conocido transformaciones que muchos creían imposibles. Bogotá, Medellín, Quito, Lima entre muchas otras han logrado avances que en más de un caso se proyectan como ejemplos a seguir a escala mundial. Ellas comparten una serie de características que permiten entender el por qué de tales cambios, y una muy destacada es que han alcanzado grados importantes de autonomía de gobierno, no sólo por la capacidad de elegir sus autoridades sino también porque han logrado consolidar la autonomía fiscal.

                Pero aún así esos cambios no habrían sido posibles si ellas no hubieran sido capaces de dotarse de un proyecto compartido de futuro. Como lo señalara Jaime Lerner, el ex-alcalde de Curitiba, la ciudad brasileña que en 1966 dio inicio a esa sucesión de transformaciones urbanas que hoy exhiben con justificado orgullo tantas ciudades de nuestra región, “Una ciudad sólo puede encontrar soluciones de futuro a partir del momento en que sabe lo que quiere ser”. Y eso es posible solamente en la medida en la cual se cuente con una carta de navegación, un plan ampliamente  discutido y compartido por los actores urbanos fundamentales.

                El drama de nuestra capital es que, a estas alturas, ella no sabe lo que quiere ser, lo que le complica incluso la lucha por consolidar su derecho al autogobierno, que en los últimos años ha venido siendo erosionado lenta pero sistemáticamente por el gobierno central. La última propuesta de futuro ‑el Plan Rector formulado por la Oficina Metropolitana de Planeamiento Urbano (OMPU)- data de 1983, ya un cuarto de siglo largo; pero además, desde cuando en 1992 los alcaldes Mendoza y Fermín tomaron la infortunada decisión de eliminar esa oficina sin proponer ningún órgano sustitutivo, Caracas ha carecido de una institución capaz de pensarla globalmente y a largo plazo; las dos gestiones metropolitanas que se sucedieron entre 2000 y 2008, por razones que no es posible analizar aquí, no fueron capaces de suplir esa carencia. Como no podía ser de otra manera, esa conjunción de factores ha conducido a un proceso de creciente deterioro de la calidad de vida que a su vez ha inducido una dinámica de desmoralización de la población que, en el mejor de los casos, ve la ciudad apenas como un bien utilitario ‑un sitio donde ganarse el pan- que satisface cada vez menos sus expectativas y hacia la cual siente cada vez más desapego.

                Conscientes de la situación, una de las primeras decisiones adoptadas cuando en diciembre de 2008 asumió funciones la actual Alcaldía Metropolitana fue la de integrar un equipo profesional del nivel más alto, seleccionado estrictamente por sus credenciales profesionales y académicas, responsable de dotar a la ciudad de ese proyecto de futuro que por tanto tiempo se le ha negado y que se propone concretar en el Plan Estratégico Metropolitano Caracas 2020.

                Lograr ese objetivo requiere repensar la ciudad, construir una visión diferente de la que de ella ha prevalecido hasta ahora entre nosotros, empezando por entender que Caracas ‑su población y sus instituciones para ser exactos- es sin dudas el activo más valioso con el que cuenta el país: entre 1959 y 1999, erróneamente, los gobiernos democráticos la vieron como una especie de parásita que chupaba la savia del país profundo, comprometiendo la dinámica del crecimiento; a partir de entonces el régimen que ha venido apabullándonos durante ya casi doce años ha profundizado las políticas antiurbanas, emblematizadas en el hoy asordinado Proyecto Orinoco-Apure, fundado en la vetusta idea de que el desarrollo es esencialmente una cuestión de aprovechamiento de los recursos naturales y la posición geográfica. El limitado espacio disponible apenas permitirá esbozar algunas de las líneas conceptuales del reenfoque necesario para construir la Caracas del futuro.

                Hoy, como es ampliamente reconocido, estamos inmersos en la llamada sociedad del conocimiento cuya base es la creatividad, la capacidad de producir y aplicar nuevos conocimientos. Como lugares de la diversidad, no sólo de empresas sino sobre todo de personas, las ciudades son los espacios por excelencia de la creatividad porque es en ellas que el talento encuentra las condiciones que le permiten germinar, crecer y reproducirse; pero para que ese talento converja hacia una ciudad específica es necesario, entre otros requisitos, que exista un medio urbano idóneo, es decir una serie de condiciones en parte naturales pero sobre todo producidas, tales como infraestructuras, patrimonio arquitectónico y urbanístico, tradiciones culturales, capacidades tecnológicas difusas, seguridad, ordenamiento institucional, que inciden directamente en la calidad de vida de la población. La capacidad de las ciudades para responder a los estímulos del mundo contemporáneo sin embargo no depende mecánicamente de la mayor o menor riqueza del medio urbano: para ello es necesario que en su seno surjan las redes sociales capaces de convertirlas en actores colectivos de la escena internacional y neutralizar o limitar las condiciones de exclusión y marginación. Sin embargo, un medio urbano de calidad constituirá siempre un aporte decisivo tanto para el mejoramiento de la competitividad económica y la superación de la pobreza como para alcanzar la integración social y la sustentabilidad ambiental y cultural. No es por casualidad que de la exitosa experiencia de Medellín surgió el concepto de “urbanismo social”, que ha de ser el norte del Plan de Caracas.

                Pero sería necio ignorar las barreras que se oponen al éxito de este proyecto, que pone en entredicho la política hegemónica, excluyente e hípercentralizadora del chavismo. Ellas sólo podrán ser superadas en la medida en que las propuestas del Plan sean progresivamente apropiadas por sectores cada vez más amplios de la sociedad y que sean estos quienes exijan su puesta en ejecución.

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