De nuevo sobre la condescendencia
La cortesía es una forma de condescendencia imprescindible para la convivencia social. Pero cuando se trata de expresar ideas pasa a un segundo plano y desaparece en el estilo verbal o escrito, a pesar de que en ciertos ambientes puede seguir presente debido a los usos sociales o tradiciones culturales.
¿Por qué habría que pedírsele cortesía a quien ejerce la actividad crítica? La crítica es un ejercicio de expresión de ideas que nace del estudio de autores, creadores, obras, usos, la comparación de sus puntos de vista, su confrontación, en términos tanto del mundo contemporáneo como de la historia cercana o lejana. Y en la crítica se supone alguna carga polémica. La crítica está además asociada, quiérase o no, al juicio de valor. Se le pide al crítico que diga esto sí o esto no. Y si resulta demasiado comprometedor hacerlo de modo directo puede usar la crítica ostensiva, “mostrar” lo que le interesa más, ignorando lo otro.
Pero en la crítica de arquitectura más publicada hoy, lo he escrito otras veces, se impone el deseo de no hacer ruido, de aceptar lo aceptado, de no importunar. Reina una cortesía nada virtuosa. Asunto de vieja data por lo demás, puesto que el rechazo al modernismo dogmático se transformó ya desde los tiempos del postmodernismo en apertura hacia todo lo exitoso. Esa actitud se ha hecho fuerte en el mundo académico, donde se da por sentado que la discusión debe darse entre los prestigios afirmados por el marketing, dejándole un mínimo espacio a la disensión, y ubicando la polémica en la conversación en pequeño, como si fuese de mal tono expresar públicamente lo que se piensa.
Y han sido los anglosajones, como siempre, los que han marcado el paso, a pesar de que ejercer la condescendencia en ese medio cultural es algo poco común, existiendo incluso una palabra del inglés (patronage) que se hace cargo del contenido peyorativo del verbo condescender y “being patronized” equivale a ser visto con conmiseración. Ningún americano promedio, por ejemplo, quiere ser “patronized”.
Y como el centro marca a las periferias, en el mundo no anglosajón hay muy poca crítica ubicada en una perspectiva diferente. Y si la hay, no es la que más se conoce.
Llegados a este punto es bueno aclarar que cuando el crítico evita cuestionar el éxito, no está siendo condescendiente sino temeroso de las consecuencias, porque el exitoso está en un nivel superior al suyo y tiene más acceso al poder. Temor por ejemplo de ser señalado como carente de autoridad intelectual. Temor a perder prestigio. Una voz disidente abajo es fácilmente desacreditada desde arriba.
Y la ventaja que tenemos los periféricos, es que, por serlo, podemos hablar sin tanto temor. Eso explica personalidades como la de nuestro William Niño, fallecido hace poco, persona que veía la arquitectura del brillo con una agudeza muy saludable, culturalmente muy centrada, auténtica. Con capacidad de juicio más libre, difícil de encontrar.
Equivocaciones
Entre los edificios de la última década construidos por arquitectos exitosos hay tantas cosas equivocadas, muestras de una arbitrariedad arrogante, que es difícil explicar el silencio de la crítica. Entre amigos se prodigan toda clase de adjetivos derogatorios, pero en los medios ilustrados se guardan formas que ya no son de condescendencia sino de abierta hipocresía. Debería existir un wikileaks de la arquitectura para que se descubrieran los cables cifrados sobre los juicios emitidos con franqueza entre amigos cercanos antes de tener necesidad de escribir para afuera ocultando el sentir personal. Uno quisiera que se revelara, así como se supo que la Sra. Trinidad Jiménez alta funcionaria de España, pensaba que Venezuela “era un desastre” (coincidiendo con una enorme cantidad de venezolanos que aman este país), lo que los críticos de arquitectura más renombrados opinan en privado de mucha de la arquitectura que comentan. Pero eso es imposible.
Un ejemplo de lo que comento puede encontrarse en una entrevista reciente que le hizo el arquitecto venezolano Carlos Brillembourg, residente en Nueva York, a Kenneth Frampton (en inglés: www.brooklynrail.org) en la que éste, intelectual sólido, se refiere a los criterios que usó para situar la arquitectura que se construye hoy. Un esfuerzo extremadamente inteligente apoyado en criterios muy convincentes, tal vez demasiado “técnicos”, pese a que en la entrevista se asoma a los juicios de valor. Lo llama “taxonomía” porque es, por decirlo así, lo mismo que haría un zoólogo si tuviese que clasificar los animales por el modo de respirar, asunto al que se refiere por cierto en la entrevista el mismo Frampton..
Y lo que quisiera destacar es que ese modo de acercarse a la actualidad arquitectónica es una salida necesaria para Frampton inducida por el espíritu de urbanidad condescendìente que se ha generalizado y es propio del medio en que le ha correspondido moverse. Urbanidad que, sin ser su caso, puede ser sin embargo desorientadora. Y tal vez, si nos atenemos al inescapable contenido educativo de la crítica, distante del objetivo de toda educación, que es contribuir a la formación de una ética. La crítica, si se entiende como esfuerzo educativo, está obligada a señalar una dirección. A “mostrar” un camino.
Esa ausencia de dirección puede explicar que se debatan tan poco los fracasos de arquitectos de la fama. Como Santiago Calatrava (1951) a quien sin dejar de reconocerlo como constructor de primer orden, habría que reclamarle con dureza la rimbombante presencia, caricaturesca, del Teatro de Ópera de Valencia (2005). No hay persona que al verlo no piense en la máscara de Mazinger Z del comic japonés. Sin el humor y en tamaño heroico, para deleite de la posteridad.