Hank, ¿qué hace allí ese satélite venezolano?
A todo caudillo populista le han ofrecido alguna vez cegar la brecha que lo separa del primer mundo mediando un gran salto tecnológico.
A Juan Domingo Perón lo engrupieron ¡y le sacaron plata! con el cuento de una bomba atómica albiceleste.
Es el ejemplo que viene sin esfuerzo a mi recuerdo, el de un improbable «científico» austriaco que pasaba por alemán y a quien Perón llegó a condecorar con gran ceremonial. El científico se llamaba Ronald Richter y en 1951 Perón aseguró, ante el cuerpo de corresponsales reunido a propósito en la Casa Rosada, que el esfuerzo de Richter dotaba al gobierno peronista de un procedimiento de fusión nuclear controlada, algo «netamente argentino» (sic), claramente distinto de lo que hubiesen logrado hasta entonces los gringos o los soviéticos. ¡Ni la URSS ni los EE UU seguirían siendo los únicos miembros del exclusivo club nuclear! Al mismo tiempo, en Córdoba, otro fabricante de juguetes alemán le construía a Perón su caza interceptor de reacción.
Todo proyecto Manhattan tiene su remoto Palo Alto donde efectuar los ensayos nucleares y el del profesor Richter estuvo en una isla patagónica llamada Huemul.
Así, desde 1948, temprano aún en la carrera nuclear que infundía dramatismo a la Guerra Fría, al profesor Richter le fue asignado un sueldo de 5000 pesos, unos 1.250 dólares de aquella época. No estaba mal para el mate, para cortarte el pelo, para ir por cigarrillos al boliche, pero de ningún modo era lo que, pongamos, Robert Oppenheimer o Igor Kurchatov obtuvieron por diseñar el arma absoluta para sus respectivos países.
A estos proyectos tercermundistas se les aparece invariablemente un tipo conocedor y sensato; esto es, un aguafiestas, y el del proyecto nuclear argentino fue un doctor Balseiro, otro sabio a quien hicieron venir de Manchester para encabezar una comisión fiscalizadora.
La comisión halló que el proyecto Huemul era la fraudulenta obra de un pillo y por completo falso que hubiese podido generar ninguna reacción termonuclear controlada. Así que la única bomba argentina de la Guerra Fría resultó ser Isabel Sarli, vedette soft-porno bonaerense que desveló mi pubertad.
Pienso en estas latinoamericanas y fútiles desmesuras cuando me entero, en Washington, de que alguien familiarizado con el programa espacial de Hugo Chávez (¡sí, el socialismo del siglo XXI padece una crisis humanitaria, sin alimentos ni medicinas, pero sostiene un programa espacial desde 2004!) fue visitado por agentes de la comunidad de inteligencia estadounidense.
Los agentes que visitaron a mi amigo se ocupan de monitorear la actividad espacial extranjera y tenían preguntas que hacerle. «Venezuela tiene dos satélites chinos en órbita. Se supone que recogen datos para fines de defensa, agricultura, prevención de desastres naturales, apoyo tecnológico a la escolarización rural y la neurocirugía por vía satélite, la zootécnica y la piscicultura de grandes ríos amazónicos; en fin, decenas de cosas», dijo uno de los agentes.
«¿Y qué quieren ustedes saber?»
«Queremos saber qué pueden estar tramando».
«¿Qué les hace pensar que traman algo distinto a consolidar la dictadura de un cártel narcomilitar?»
«¡Hace años que los satélites no envían ni reciben data! ¡No emiten señales! En Langley (sede de la CIA) pensamos que significa algo y querríamos que nos ayude a averiguarlo».
«No están tramando nada, señores», repuso mi amigo, inmediatamente: «Just follow the money; sigan el dinero y entenderán. ¿Para qué hacer olas emitiendo o procesando señales? Debe haber un chino muy contento con los 400 millones de dólares que recibió por su chatarra decorada con antenas y paneles solares y un general venezolano disfrutando los 200 millones de comisión».