Opinión Nacional

Violencia bolivariana, malandraje y reconciliación

La violencia bolivariana echa a caminar en el Siglo XIX. Allí están el decreto de Guerra a Muerte y la Guerra Federal, con Zamora asaltando propiedades y empujando sus huestes hacia Caracas para matar blancos y a quienes supieran leer. Fue un permanente guerrear hasta que llegaron los andinos y en 1903 derrotaron, en Ciudad Bolívar, la última fortaleza del la Revolución Libertadora. Entonces, la violencia de ser colectiva, se redujo a la ejercida por el gobierno contra los ciudadanos. Sin disparos pero con torturas.  

Pero fórmula tan incivil de dirimir diferencias tiene orígenes tan remotos como la Conquista de América. Por un lado, españoles desheredados en desesperada búsqueda de alguna propiedad, sin importar violando qué; por el otro, aborígenes indómitos defendiendo su territorio. Aquello fue “Matar y Morir”.

A pesar de ser el XX un siglo de la paz, según afirmación de Manuel Caballero, el 04F de 1992 un personajillo con rango de Teniente-coronel logró romperla. Fue derrotado pero dotó de armamento al malandraje. Desde el gobierno diseminó poder de fuego entre todo retoño de la Corte de los Milagros. Construyó guaridas donde moran quienes asesinan por un reloj, por un celular o porque no le gustó como quedó el arreglo del pantalón.

También vino la trampa del golpe militar ¿concertado?  y el falso vacío de poder de abril de 2002; el paro nacional con significación en la industria petrolera, la represión contra cívicas protestas con saldo de heridos, lisiados y muertos; el apartheid emparentado con genocidio de las listas de Tascón y Maisanta, acompañadas de inescrupulosos manejos del sistema de votación por parte del Poder Electoral.

Desde entonces la Nación transita escabrosa ruta. La sociedad enfrenta la arremetida comunista de un gobernante que, con posesionarse, legalizó el asalto a mano armada justificándolo con el hambre que pudieren estar pasando los hijos del delincuente.

El odio predicado nos desangra. Se ensaña contra la población joven, regodeándose entre quienes habitan en los sectores que en él depositaron su esperanza de redención. De allí que, cuando la opacidad que oculta la magnitud de los acontecimientos que nos conmocionan, más allá del asalto a las arcas del Estado, no ha de sorprendernos la condenatoria que caerá sobre los responsables y cómplices de la tragedia nacional que nos acongoja.

Porque si bien los principios democráticos informan e inspiran en el ciudadano la necesidad de reconciliación, rechazan la impunidad.

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