La cultura del malandro
El malandro dejó de ser un delincuente curtido en la violencia de los barrios marginales para convertirse en una figura central y referencial de la cultura venezolana. Ya no es el joven agresivo, volado en crack, con una Smith & Wesson en la mano, el miembro de la banda los plateados o los morados que se impone y domina un territorio, sino un paradigma cultural alimentado y reforzado desde el poder.
Más que un ser individual, es un prototipo conformado por una manera de hablar, un estilo retórico, una gestualidad, una relación con las normas, una forma de vivir y de concebir la sociedad. Es un estereotipo convertido en protagonista de un mito de agresión. La forma de vida de la violencia delincuencial, como la denomina el padre Moreno en su libro Y salimos a matar gente, se ha convertido en una imagen archivada en la memoria colectiva como marca de una particular idiosincrasia.
El código de ética del malandro: el respeto, la rebeldía, el rechazo a toda norma que implique control, la resistencia a asumir la responsabilidad de los actos, no aceptar nada que pueda ser sentido como sometimiento, la sucesión de presentes desconectados en el tiempo, forman un código aceptado de irreverencia y prácticas de violencia.
Ese prototipo, modelo de aprendizaje e imitación, juega un papel crucial en la formación de los jóvenes venezolanos. Desciende desde las alturas del Poder Ejecutivo hasta la jefatura de las bandas y se convierte en un archivo de memoria constantemente activado por el clima de frustración y violación de normas, estrés ambiental y conflictos.
La frustración es sistémica, producto de la constante insatisfacción de necesidades, la falta de cumplimiento de las expectativas y su incongruencia con los medios para alcanzar los niveles deseados de bienestar. Es un clima generalizado de excitación, cólera y rabia, transferido a hechos concretos que disparan la violencia. La figura del malandro recoge y expresa la iracundia y evita que la frustración sea atribuida al sistema político.