Opinión Nacional

El moribundo objeto del deseo

De los reyes, cuando mueren, nadie ignora la emblemática sentencia de sus vasallos: “El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!” Pues quien muere es una persona, no un cargo. Quien fallece es el mortal poseedor de un atributo supra personal, que no se va a la tumba con él. Muere el rey, pero le sobrevive el reino. Que heredó de reyes y reyes cuyas muertes no acarrearon la desaparición del reino. De manera que, como también dice el refrán “a rey muerto, rey puesto”. Se los entierra en gloria y majestad, se izan las banderas a media asta, se sueltan unas cuantas lágrimas y flores y se corona al que sigue.

Un gran analista alemán, Sebastian Haffner, destacó en su extraordinario ensayo ANOTACIONES SOBRE HITLER – cuya lectura recomiendo con entusiasmo -, la diferencia esencial que separa a Hitler de Napoleón Bonaparte. Fue tanto o más exitoso, alcanzó cimas incomparables, conquistó más territorios en menos tiempo y llegó a ser, como él, el amo de Europa, del Atlántico a los Urales. Pero lo separa de Napoleón un abismo infranqueable: fue un caudillo abrumadoramente exitoso, como él, pero no fue, como él, un estadista. A Napoleón se le debe una de las grandes obras del pensamiento político jurídico de la cultura occidental: el código napoleónico, que articuló todas las grandes construcciones políticas posteriores. Y muchísimas otras grandes instituciones, que le sobrevivieron e hicieron de su legado un acervo imperecedero.

Al minuto de haberse descerrajado el cráneo y ser consumido por las llamas que, siguiendo sus órdenes, incineraran sus restos, de Hitler sólo sobrevivieron el horror del Holocausto, los campos de concentración, las masacres genocidas y una nueva manera de dominar multitudes y estafar la ingenuidad de las buenas gentes. El nazismo, con su barbarie policiaca, sus pogromos, sus persecuciones y su brutal avasallamiento de multitudes. Más nada. De él, bien puede decirse, lo que lo de los perros rabiosos: “muerto el perro, se acabó la rabia”.

Es el grave, el inexorable, el espantoso sino de los caudillos. De su muerte no sobreviven ni sus restos. Se evanecen junto a sus huesos dejando el leve y quejumbroso murmullo de la nada. Un sueño de una noche de verano, una pesadilla. Entre nosotros, los venezolanos de todos los tiempos, como maravillosamente lo describiera Luis Level de Goda hace 120 años, sin dejar tras suyo más que “grandes desórdenes y desafueros, corrupción, una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. (Historia Contemporánea de Venezuela, Caracas, 1893).

Hoy, 5 de enero de 2013, se ha visto confirmado el gran aserto de Sebastian Haffner: los caudillos no dejan tras suyo más que ruina y desolación. Ni una sola institución. Como diría Francisco de Quevedo, muertos, no hay donde poner la espada que no sea imagen de la muerte. Sale el caudillo de la escena, aún no sabemos si vivo o muerto, y lo que queda en medio del desangelado escenario de nuestra triste y olvidable historia es un montón de tercerones de mala muerte – portamaletas, correveidiles, ex militantes de una izquierda revolucionaria que yace en el olvido de tan mediocre e inoperante y que pudo renacer de las cenizas gracias a una suerte de Prometeo salido súbitamente de las tinieblas de nuestro más polvoriento pasado.

De allí la necesidad de llamar en auxilio a quienes administran al caudillo desde que se fuera a postrar ante el tirano del Caribe, de eso hace ya 17 años, cuando apoyado en el bastón de Alí Rodríguez Araque, el agente de Cuba en Caracas, se arrodillara ante Fidel Castro entregándose a su arbitrio con carnes y huesos. Enamorado. Alguna vez sabremos las razones freudianas que lo llevaron a convertirse en el recogidito de los Castro. Una historia de vergüenzas familiares, de desamores y ausencias, de abandonos y furias de dolorosas orfandades que alimentaron en su corazón un rencor homérico por el que nos ha hecho pagar con sangre, con sudor y con lágrimas.

Ese amasijo de odios jamás resueltos habrá estado en el origen de sus males, ciegamente metabolizados por una enfermedad que sintetiza la automutilación de manera trágica: el cáncer. Abandonando la jefatura y dejando a cargo a una pandilla de gentes sin cultura, sin formación, sin talento, sin un ápice de patriotismo. Ni muchísimo menos ese fulgor avasallante de que Dios lo dotara en mala hora. Una recua de rencores que creen resolver sus frustraciones arrojándose al fuego lustrar de sus estafas.

Más claro imposible: consciente de que no dejaba a nadie tras suyo tan delirante, tan arrebatador y tan histriónico, capaz de mantener el circo en funcionamiento y satisfacer la insaciable voracidad del monstruo de su marginalidad, y que ni ese partido ni esas logias militares servían para nada, se fue a morir a La Habana entregándose a la tiranía con el encargo de asumir el control de su parca, pobre y derrengada herencia. Debe haber estado perfectamente consciente de que ni su pobre y leal asistente ni quien fuera su más perruno guardaespaldas tienen las dotes de un jefe de Estado para encarar la crisis que, seguramente, sabía estaba a punto de romper los cauces y deslavar lo que se resta de sus pobres instalaciones.

A la manera de su muy peculiar estatura, debe haberse sabido rodeado de pigmeos, como Gulliver en Liliput. Y acorralado en sus desvaríos, no habrá encontrado más nadie capaz de hacerle el peso y cargar el fardo que sus bien amados comandantes Fidel, Raúl, Ramiro y sus secuaces. Decidido a que, muerto, su “obra” aguante hasta que se hunda junto a lo que en su inconsciencia consideró la isla de su felicidad. Matones, tahures y pistoleros, pero todos infinitamente superiores a Maduro, a Cabello, a Cilia Flores y pare Ud. de contar, antes de soltar el llanto.

Es el problema que nos deja a nosotros, tampoco muy dotados de estadistas que digamos. Que los países, así nos pese en los huesos, tienen las dirigencias que se merecen. La Venezuela de Rómulo, que supo enfrentar estos estropicios, yace enterrada bajo varias capas de mediocridad. De modo que la decisión in extremis de Chávez nos pesará el tiempo necesario para que brote, Dios sepa de dónde, una Venezuela hambrienta de soberanía, de justicia y de decencia. ¿Cuánto tardará? Depende de los que, aún en silencio y apartados del mundanal ruido de la política doméstica y aldeana, o titubeantes antes de cruzar el puente hacia la desnuda verdad, den un paso al frente y desenvainen sus espadas.

Dios quiera que no tarden. Los países también se extinguen.

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