Como en Santa Marta
1- El manual escolar de historia venezolana por excelencia lo escribió un sacerdote francés: Louis Alfred Pratlong Bonicel, nacido en Hyelzas, Francia, en 1888. Llegado a Venezuela en 1913, hizo votos perpetuos con la orden de los lasallistas y adoptó el nombre de hermano Nectario María.
Su librito de historia patria apareció en 1927 y fue reeditado innumerables veces, hasta bien entrados los años setenta del siglo pasado. Recuerdo una edición pirata cuya portada mostraba el busto de Bolívar flanqueado por los de Cristo y Don Quijote.
Aquella portada hacía justicia al espíritu hagiográfico del manual del hermano Nectario María en el cual la historia de Venezuela, Colombia y las demás repúblicas andinas se adivinan ya en el anecdotario de la niñez y mocedad de Bolívar.
Así, Bolívar, noble criollo adolescente, juega a la pelota con el príncipe de Asturias en el Madrid de Carlos IV. Una especie de hand ball o de squash matritense, imagino yo, que el hermano Nectario María no se molesta en describir porque lo suyo es contarnos que, de un pelotazo, el Gran Caraqueño tumba el gorro del futuro rey Fernando VII y que el episodio prefigura la batalla de Ayacucho.
Los bandos en pugna no parecían ser España y los movimientos independentistas americanos, sino meramente Bolívar y los otros. Sus desmesuras eran ocurrencias geniales; sus crímenes de guerra, duras e inescapables decisiones. Todo el libro era finalista, teleológico. Y todo él venía trufado con versos alusivos, espumados de la cursilería subregional andina durante un siglo de culto al héroe, como este, inolvidable, del áulico Tomás Ignacio Potentini:
Rayo de luz en la guerra
Y arcoiris en la paz
Cuando creyeron quizá
Que se cansaba su brazo
Hizo en la América un trazo
Y volando, casi loco,
Con aguas del Orinoco
Fue a regar el Chimborazo.
2- Imbuido de las ideas que animan los departamentos de estudios «multiculturales» en algunas universidades gringas, Hugo Chávez dio hace tiempo en propalar la vergonzosa verdad que desde las ramas laterales de la familia Bolívar -quien benévolamente nos eximió de descendientes directos- hasta el mismísimo John Lynch, autor de su más reciente biografía, pretendieron ocultar sin éxito, como si de un culebrón de Félix B. Caignet se tratase: Simón Bolívar, incrédulos del mundo, era negro, sépanlo: Bolívar fue el hijo de una esclava.
De allí la «conexión» emocional -la de Chávez, se entiende; el Bolívar redivivo- con los demás negros, mulatos, zambos, cuarterones y, en general, con toda la «gente de quebrado color» que ya en tiempos de la Capitanía General de Venezuela se vio excluida como «pardos» y hoy nutre el electorado chavista.
Para mejor anclar la superchería, se designó oficialmente a la población de Capaya, en Barlovento, como su lugar de nacimiento. La leyenda ha prendido en una hacienda cercana, otrora propiedad de los Bolívar: allí habría nacido, de madre negra, el Libertador. Formulada solo como posibilidad, la especie se ha colado ya en algunos textos escolares. Pero las vallas que dan la bienvenida al turista al lar natal de Bolívar flanquean ya la carretera que conduce a Capaya.
Cosa muy distinta a enmendar la partida de nacimiento del grande hombre es dar cuenta de la verdadera causa de su muerte.
3- Toda la iconografía luctuosa del Libertador -es especial la pictografía naif- destaca el reloj que en San Pedro Alejandrino se detuvo a la una y cinco minutos de la tarde del 17 de diciembre de 1830.
Fue, de acuerdo con la tradición, la hora de su último tísico estertor, salvo que aceptemos la hipótesis de Jorge Mier Hoffman, autor de La carta que cambiará la historia (Editorial Arte, Caracas, 2008).
Un fragmento del reclamo publicitario del libro imparte lo esencial de la «hipótesis Mier Hoffman» en un lenguaje que el hermano Nectario María sin duda habría aprobado: claro y sin vainas: «Bolívar no murió de tuberculosis. Bolívar no murió en la Quinta San Pedro Alejandrino. Bolívar no murió un 17 de diciembre de 1830. Los restos de Bolívar no están en el Panteón Nacional».
Mier Hoffman, quien al parecer es descendiente del último anfitrión que tuvo el Libertador antes de patear el balde, se declara depositario de una carta escrita -bueno, más bien dictada entre tosigones y esputos de sangre- por Bolívar 11 días antes de morir.
Si hemos de creer a Mier Hoffman, el dictado debió ser sumamente arduo, pues la carta se enmascara hábilmente como el febril último adiós a un antiguo amor de juventud pero, en realidad, es la denuncia de una conspiración para asesinarlo.
Para ello, Bolívar recurrió a claves masónicas para burlar el cerco de perfidia que le rodeó en sus últimos días y acusar al presidente de los Estados Unidos, Andrew Jackson, al rey Fernando VII y a la corona inglesa como autores intelectuales del magnicidio.
Extrañamente, la carta no menciona a Santander, pero puede que solo sea otro truco de Bolívar para despistar.
La exégesis de una carta secreta denunciando un magnicidio fue demasiado para Hugo Chávez: en cuanto supo de ella, designó a Mier Hoffmann asesor de una comisión presidencial de la que hizo parte la Fiscalía General de la República para esclarecer el crimen. La carta secreta condujo al post mórtem y al ADN y, eventualmente, a la reconstrucción digitalizada del «verdadero rostro» de Simón Bolívar.
La sorna caraqueña insiste en que con la aparatosa exhumación de la osamenta de El Libertador, Chávez buscaba tan solo hacerse de una reliquia necesaria para la elaboración de un nganga o amuleto del rito afroantillano Palo Mayombe que nos llegó de Cuba junto con el G2.
¡Ah!, las manos del Che Guevara, el cadáver de Evita Perón, el ADN y el retrato digitalizado de Bolívar y, ahora, el postoperatorio clandestino de Hugo Chávez: 200 años dura la orfandad del perfecto idiota latinoamericano.