Opinión Nacional

Bette y Boo

1. Bette Brennan espera un milagro: el milagro de concebir y poder dar a luz.

Una tras otro, sus múltiples embarazos terminan en pérdidas que el obstetra anuncia al público con el displicente desapego de quien arroja un Kleenex a la papelera. ¿Y quién es el público? Una disfuncional familia, tan católica y propensa al alcoholismo como sólo puede serlo una familia de ancestro irlandés.

Con la regularidad de un gag de comedia de situaciones, dos familias se congregan una y otra vez en la sala de maternidad: son los Brennan, la familia de la bella Bette, y los Hudlocke, la familia del borroso y pusilánime Boo, esposo de Bette.

Tal es el sencillo dispositivo con el que el brillante comediógrafo y satírico estadounidense Christopher Durang narra la hilarante infelicidad de tres generaciones.

Dicho así, suena todo en extremo grotesco y ciertamente lo es, sólo que El matrimonio de Bette y Boo es, además, un prodigio de empatía y humanidad que, en el curso de sus 120 minutos de duración, te arranca carcajadas hasta enceguecer de pura lágrima risueña, sólo para desgarrarte mejor al minuto siguiente con su despiadada visión del enigma de la existencia.

Es en esos momentos en que la pieza amenaza con borrarte del todo la sonrisa.

Pero es sólo una amenaza, porque su burbujeo de gran comedia americana nunca pierde fuerza y ese delicado equilibrio entre el horror existencial y la farsa regocijante concede a Durang los huidizos favores que busca todo genuino autor teatral.

Si es cierto que el oficio del dramaturgo consiste en «matar con ternura al espectador», como es fama que dijo alguna vez Tennessee Williams, entonces Durang encabeza la lista de los asesinos más buscados.

Desde este viernes, en la sala mayor del Teatro Trasnocho (C.C. Paseo Las Mercedes), el insumergible Grupo Actoral 80 presenta en Caracas su versión de El matrimonio de Bette y Boo, en el más feliz de los restrenos.

2.Desde que por vez primera vi este montaje en 1995, con un elenco inolvidable que en parte regresa a las tablas esta vez, me he preguntado en qué radica su magia inextinguible. Es la pieza que he visto más veces en mi vida, y eso incluye un montaje profesional neoyorquino y uno estudiantil en Inglaterra, pero no la habría tenido tantas veces a mi alcance de no haberse estrenado exitosamente en Caracas hace diecisiete años.

Para la gente de teatro caraqueña ­que no está hecha sólo de actores, sino de personas secularmente adictas al buen teatro­ se trata, ni más ni menos, que de un montaje de culto, indefectiblemente nimbado por el apoyo del público.

Una escena entre tantas en las que Durang amasa la risa y el absurdo es aquella en la que el padre Donnaly (Jorge Canelón) conduce una sesión de consejos conyugales dispensados en masa a ambas familias. El jovial sacerdote irlandés desgrana lugares comunes sobre la felicidad, el pecado y el temor de Dios al tiempo que admite sus humanas debilidades, en especial su insuficiencia como consejero de crisis maritales. En un cierto momento, el sacerdote interrumpe una cascada de insustanciales quejas y desganados consejos para alborozar a su público con una de sus creaciones: su personal versión de cómo crepita un trozo de tocineta en la sartén.

Como lo oye: en obsequio de su auditorio, el padre Donnely actúa un rechinante trozo de tocineta de modo tan realista que, luego de ver esta obra, no podrás prepararte de nuevo un desayuno americano sin pensar en una de las frases más nitzscheanas que Durang hace decir a uno de sus personajes: «No creo que Dios castigue a nadie por una razón en específico. Creo que Dios castiga a la gente en general, porque sí, sin ningún motivo».

3.¿Una novedad de este montaje? La joven pero experimentada Melissa Wolff, quien ya ha dejado de ser ficha promisoria, y es ya por completo mujer de teatro por derecho propio. No es sólo porque sea amiga mía que la destaco, sino porque Wolff, de ordinario persona serísima y de continente grave, se torna regocijo vivo como comediante. Si usted la vio como la Reina Isabel en Acto Cultural, de Jose Ignacio Cabrujas, querrá verla encarnando a Bette Brennan. El narrador de la pieza es Matt, el oscuroscholar de literatura inglesa, último vástago de la «dinastía» Hudlocke, encarnado muy solventemente por Wadih Hadaya. Y con él los jóvenes Jesús Cova y Juan Vicente Pérez, en los arduos papeles de Boo Hudlocke y Paul Brennan, marido y padre de Bette, respectivamente. Samantha Castillo, la carismática Herminia de Acto Cultural, se entrega ahora a una exigente Margareth, la madre de Bette.

Junto al trabajo de Jorge Canelón, quien regresa como invitado del GA80 para doblarse como el padre Donnaly y como el ominoso obstetra de Bette, mi admiración se reparte, desde el primer montaje y por igual, entre Martha Estrada (la frágil Emily, la hermana cellista de Bette, propensa a los colapsos nerviosos), Iris Dubs (la descontentadiza Joan, siempre con rinitis alérgica) y Omaira Abinadé (la dulce y melindrosa Switche, madre de Boo).

Héctor Manrique, además de dirigir, toma para sí el papel de Karl Hudlocke, el bombástico y feroz Karl, padre de Boo y fundador de una dinastía de alcohólicos.

Nunca dejaré de encomiar el siempre ímprobo trabajo de Carolina Rincón, en la producción general. Carolina trabaja en la trastienda y por eso usted no alcanza a verla desde su butaca. El vestuario y la escenografía corren por cuenta de Marcelo Pont Verges y la concomitante música es de Jacky Schreiber.

«Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia infeliz lo es a su propia manera». Con esta verdad, mil veces citada, echa a andar León Tolstoy su Ana Karenina. El matrimonio de Bette y Boo es un desternillante corolario de esa verdad.

Tanto lo es, que el New York Times tituló su reseña del estreno en Broadway de la siguiente manera: «Y tú, Bette, ¿aceptas por esposo a Boo para vivir juntos la desdicha y matarnos de la risa?».

 

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