La magia de la Ley Desarme
Una vez más -pareciera que no hay remedio- con la discusión y aprobación unánime de la Ley Desarme se proclama que ahora sí resolveremos uno de los problemas que contribuye al patético cuadro de la violencia en Venezuela (19.336 homicidios al año con 28 millones de habitantes) que alcanza cifras más altas que en EEUU (14.748 homicidios al año con 300 millones de habitantes), con todo y nuestro socialismo del siglo XXI.
Si los entuertos sociales se resolvieran con leyes, Venezuela sería un paraíso y una sociedad ideal, ya que a pesar de que tenemos leyes para todo, sencillamente, no se cumplen.
Cada vez que se reforma el Código Penal, por supuesto, con mayores penas y más delitos, se afirma que se reducirá la delincuencia; y cada vez que se reforma el Código Orgánico Procesal Penal, se sostiene que se acabará con el retardo procesal. Pero, en definitiva, ni lo uno ni lo otro se produce y el problema se agrava, ya que el mito de la pretendida solución descarta otras medidas.
No deja de ser grato para muchos hablar de graves penas contra los más peligrosos delincuentes, proclamar que los «malandros» se convertirán en «buenandros» y que todos los que se sirven de poderosas armas para delinquir las entregarán gustosos a cambio de promesas y compensaciones espirituales.
El asunto es más complejo y más sencillo en su planteamiento y su solución, entendida ésta como el esfuerzo para reducir a cifras razonables los delitos violentos, que no desaparecerán por arte de magia, pero sí por medidas efectivas, tangibles y verificables.
La Ley Desarme no producirá, per se, el efecto de desarmar a las bandas delictivas, si no se actúa para lograrlo, comenzando, no por los que tienen viejas escopetas en sus casas con permisos vencidos, sino con la acción decidida y firme a fin de que los grupos que operan armados a la luz del día, en funciones parapoliciales al margen de la ley, sean conminados a entregar sus armas y la colectividad tenga constancia de ello; así como que, de una vez por todas, en las prisiones, bajo la responsabilidad del Estado, se ponga fin al tráfico de armas y a la matanza entre bandas carcelarias.
El Código Penal no producirá resultado alguno positivo para contener el delito simplemente amenazando con graves penas, si no se tiene la certeza de que al delito sigue un proceso y una sanción; el COPP no logrará vencer el retardo si los órganos encargados de administrar justicia no tienen capacidad para hacerlo, carecen de recursos, no son autónomos y se encuentran marginados y en estado de lamentable frustración; la Ley de Régimen Penitenciario continuará siendo letra muerta si no se invierte el número de procesados y condenados, se construyen más prisiones descentralizadas y se les dota de personal especializado.
No hay una vacuna para inmunizar a la sociedad contra el delito, ni los militares en la calle ganarán la batalla con la amenaza de fusiles. Se trata de poner en práctica una verdadera política criminal, estrategia de Estado y no de guerra, que requiere tiempo, constancia, despolitización y claras señales de que la impunidad no domina el juego.