¿Se acabó la conversación?
Hace unos días recibí un email de una lectora que me felicitaba por un artículo que no escribí, pero con un título tan sugestivo que decidí opinar también sobre el tema. Se llamaba “El fin de la conversación”.
¿Estamos viviendo el fin de la conversación o comenzamos una nueva manera de comunicarnos?…
Hemos escuchado hasta la saciedad que los Blackberries (o IPhones o cualquier aparato que disponga de mensajería instantánea) “alejan a quienes están cerca y acercan a quienes están lejos”. La pregunta que subyace es por qué siempre parece ser más importante quien está lejos que quien está cerca.
El índice de tropezones, caídas y accidentes de mayor monta por caminar o manejar viendo el aparatito que tenemos en las manos y no el piso o hacia adelante, crece a diario. Me imagino que el índice venezolano debe ser aún mayor, no solo porque somos uno de los países con mayor número de aparatos celulares per cápita, sino por el deplorable estado en que se encuentran nuestras aceras y calles.
Hace poco en un restaurante había una familia de cinco miembros, cada uno con su celular. No tengo necesidad de decir que no se hablaron entre ellos durante toda la comida. La misma situación se presentó en un restaurante con una vista bellísima, en el que una pareja de jóvenes tenía la mejor mesa, la del romance, la intimidad, la de la atmósfera perfecta para empezar, reestablecer o mejorar una relación… y nada. Cada uno habló con su Blackberry.
Las conferencias, los servicios religiosos, las clases… nada se salva. Los asistentes son compelidos por una fuerza más poderosa que nada y son incapaces de resistir a la tentación de comunicarse aunque sea por pocos minutos. En las universidades el uso de los celulares debería estar terminantemente prohibido, sobre todo durante los exámenes, pues quien resuelve el examen bien podría encontrarse fuera del aula donde se lleva a cabo y no dentro, como debería ser.
Me pregunto si a los asistentes a las larguísimas cadenas presidenciales les quitan los celulares antes de entrar ¡pobrecitos!… Porque ahí sí justifico que al menos se pongan a jugar solitario para soportar el bodrio y el fastidio que resultan esos actos. Tres, cuatro, cinco horas escuchando intrascendencias, promesas que no se van a cumplir, insultos, mentiras, canciones… ¡Wow!… Demasiado. Si no se los quitan estoy segura de que han desarrollado un método de echarle ojo a sus mensajes, que en definitiva deben resultar menos repetitivos que lo que escuchan en vivo.
¡Cuánta fuerza tiene la tecnología que impone en poco tiempo nuevos códigos de conducta sobre miles de años de costumbres! Así como no nos explicamos cómo era la vida cuando no había vehículos automotores para desplazarnos, o sin neveras para refrigerar y mantener los alimentos, igualmente nos resulta inconcebible pensar que hace menos de treinta años en los bancos muchos de los procesos se hacían todavía manualmente. Más difícil resulta imaginarnos cómo hoy podíamos sobrevivir sin el correo electrónico, el celular, el Facebook, el Twitter, el Messenger o el Skype.
Sin embargo, me preocupa que los jóvenes no experimenten en vivo y directo el placer de una buena conversación, sin distracciones, sin interrupciones… que no sepan cuánto placer hay en escuchar y en que nos escuche alguien interesante. Para mí eso sigue siendo algo que no tiene precio. Sé que los adultos también caemos en las mismas, pero al menos tenemos la opción de comparar, porque nosotros pertenecemos a la generación que conversaba.
Sí, el mundo se comunica pero no conversa. Me pregunto cómo o cuánto puede sobrevivir una relación sin conversar, una relación que siempre está mediatizada por aparatos y aplicaciones.
Por mi parte, hago lo posible para no dejarme llevar por la corriente y mantener vivas las conversaciones interesantes. No quiero robotizarme. Estoy a favor de la tecnología siempre que nos permita seguir siendo, sintiendo y actuando como seres humanos. No hay aparato ni tecnología que pueda sustituir la calidez de las relaciones humanas.