La mentira de la justicia penal
Toda sociedad organizada demanda el respeto a una exigencia fundamental: quien comete un delito, que no es otra cosa que el hecho ilícito más grave que afecta las bases de la convivencia social, debe responder por ello y someterse a las consecuencias previstas en la ley, esto es, a la imposición de una sanción y a su efectivo cumplimiento, previo un juicio con todas las garantías procesales. Cuando el hecho no es grave o atendiendo a determinadas circunstancias del caso, cabe la posibilidad de optar por fórmulas que evitan el proceso e imponen una reparación o el sometimiento a un régimen de prueba que, de ser cumplido, extingue la responsabilidad penal. Esto, en líneas generales, lo exige la justicia.
Estas reglas básicas no se cumplen. La justicia penal no se manifiesta entre nosotros. Muchos delitos, ni siquiera son denunciados y no llegan, por ello, a conocimiento de los órganos de investigación; otros, investigados, antes del juicio, concluyen en sobreseimiento o en archivo de las actuaciones por no acreditarse la comisión del hecho punible y solo un porcentaje, mínimo es objeto de una acusación.
Pero, no todas las causas que llegan a una acusación, van a juicio, ya que los acusados, después de una interminable espera, privados de la libertad, optan por admitir los hechos y son condenados. Y los que van a juicio, dificultadas las pruebas por el paso del tiempo, terminan en una tardía absolución.
Los hechos, pues, no se investigan; cuando se investigan, en la mayoría de los casos, no hay acusación; cuando se acusa, no siempre se llega a juicio; cuando se llega a juicio, la mayoría de las veces no se logra acreditar la culpabilidad; y, cuando se condena, demostrada la responsabilidad, o ya la persona cumplió la pena o por el tiempo de privación de libertad, ya el condenado tiene derecho a una fórmula sustitutiva de la reclusión.
En síntesis y hablando claro, entre nosotros, no hay sanción alguna por hechos que la merecen y si no hay sanción, desaparece la posibilidad de disuadir a quienes se sienten tentados por la seducción del delito.
En otras palabras, constatamos la grave enfermedad social de la impunidad, la cual explica la proliferación de los delitos y mantiene a la colectividad en permanente zozobra.
Lo expresado con dolor y angustia, indica que el crimen no se sanciona como lo exige la justicia; que los órganos encargados de aplicar la ley no tienen la capacidad ni los recursos para llevar a cabo su tarea; y que la falta de sanción impulsa la comisión de delitos. ¡Qué grave todo esto!
Ninguna sociedad tiene la justicia ideal, pero en muchos países, aunque con limitaciones, hay muestras de justicia y las instituciones pueden cumplir con su función.
El dramático espectáculo de nuestras cárceles, horror de muerte y de violencia, constituye la expresión más acabada del estado de nuestra justicia penal.
La impunidad, en particular, debe ser reducida y quien comete un delito debe ser castigado con absoluto respeto a sus derechos.