Dictadura, la radicalización del gabinete y Padrino López
Toda dictadura tiene apoyo militar. Nada nuevo bajo el sol. Eso nos enseña la historia latinoamericana. Los militares invocan su misión de garantes de los intereses de la Nación para “rescatarla” de su disolución en manos de políticos irresponsables y corruptos. En su visión, ciertas libertades y reformas atentan contra los “pilares” del orden social, en realidad, contra su estructura de privilegios.
Pero sabiendo que interrumpieron el hilo constitucional, procuran dejar una impronta que los absuelva. En toda dictadura se roba, pero se encubre dentro de un proyecto nacional que procura “dejarle algo” al país en muestra que su administración, bajo mando militar, es siempre superior a la de los civiles libertinos.
Pérez Jiménez, bajo la consigna de Nuevo Ideal Nacional, se propuso transformar el medio físico de Venezuela a través de la construcción de grandes obras públicas. Se financió con el otorgamiento de más concesiones a las petroleras y con el cierre del canal de Suez, que elevó momentáneamente los precios del crudo en los mercados internacionales.
Y, luego de huir despavorido la mañana del 23 de enero en la “Vaca Sagrada” dejando en su apuro una maleta llena de dinero, la gente terminó sólo recordando sus autopistas y teleféricos.
Lo singular del caso actual es que no hay ningún interés ni intención por parte de esta dictadura de “dejar algo” en procura de “justificar” ante los venezolanos o ante un juicio póstumo, su pasantía por el poder.
La bonanza petrolera que benefició a Chávez fue aún mayor a la de Pérez Jiménez pero lo que hizo fue distribuirla entre los suyos. Dejó pocas obras, muchas inconclusas, luego de “ordeñarlas” entre colaboradores para sacarles los mayores proventos posibles.
A esto el chavismo llamó “socialismo”, palabra en desuso últimamente, por cierto: ¿no dice esto algo? Expropió empresas y arrinconó al sector privado en general, pero no por compromisos ideológicos, sino para incorporarlas en la vorágine expoliadora que terminó caracterizando su mandato.
Cierto, creó misiones para que este reparto llegase a los sectores más deprimidos -con grandes filtraciones que terminaban en manos de muchos de sus administradores y/o custodios-, pero hoy, con la devastación que dejó su gestión y la casi desaparición del pote petrolero que las alimentaba, de ellas queda muy poco. Hoy el venezolano sufre probablemente las peores penurias desde que el petróleo se transformó en fuente principal de ingresos del fisco, hace casi 100 años.
La terca, tenaz y obstinada negativa de Maduro por enmendar las desastrosas políticas de su antecesor hace patente que su preocupación no está en la suerte de la población sino en cómo mantener, ante el rechazo mayoritario de los venezolanos, el régimen de expoliación que constituye la razón de ser de los suyos.
Para ello, y bajo mandado de los Castro -uno de sus principales beneficiarios-, ha desarrollado dos grandes estrategias. Una, la radicalización, con mayor represión y persecución de dirigentes y personeros democráticos, y dos, la corrupción de estamentos directivos de la Fuerza Armada -única institución que lo sostiene en el poder-, haciéndoles partícipes del régimen de expoliación para que, en condición de cómplices, se vean obligados a cerrar filas en torno suyo.
Conforme a la primera estrategia, el lenguaje de Maduro se ha tornado cada vez más agresivo, insultante y denigrante, subiendo los decibeles de la campaña de odios de su predecesor a niveles aún más altos. Su absoluta falta de vergüenza para repetir las mentiras más descaradas y los disparates más insólitos, revelan que el discurso ideológico no es para convencer a indecisos y capturar más apoyo, sino para radicalizar al grupo pequeño de venezolanos que todavía lo apoya. Su función es convertirlos en fuerza de combate -violenta-, capaz de aplastar a sus contrincantes cuando se les pida. De ahí, por ejemplo, las bandas fascistas autodenominadas “colectivos”.
Para provocar la confrontación, instiga a un tribunal supremo abyecto para aprobar todo tipo de decisiones que desconozcan al Poder Legislativo y, junto al CNE, se cierren las vías electorales para el ejercicio de la soberanía popular. Maduro se prepara para la guerra -porque no concibe la lucha política de otra manera-, galvanizando a los suyos hasta conformar una secta de fanáticos refractarios a cualquier careo con la realidad.
La única verdad que reconocen es la construida con base al imaginario fascista. El país ha caído en la insania, totalmente ajena al uso de la razón, como lo demuestra la salvajada de algunos diputados oficialistas -¡entre ellos, la Primera Dama!- en la toma de posesión de Julio Borges como Presidente de la Asamblea Nacional.
La segunda estrategia es aún más decisiva. Ante la violación flagrante de la Constitución, Maduro y los cubanos deben evitar que la Fuerza Armada tome en serio su rol de garante del Estado de Derecho y obligue al gobierno a respetar las instituciones democráticas.
Para neutralizar tal posibilidad, el “socialismo” chavista ha procurado involucrar a los militares en una batería amplia de mecanismos para expoliar la riqueza social a través de controles de todo tipo, leyes y regulaciones punitivas y la opacidad, discrecionalidad y no rendición de cuentas de sus actuaciones, que ofrecen posibilidades inusitadas de lucro.
Junto a fanáticos de la secta, controlan la importación y distribución de alimentos, “custodian” todo lo que pasa por las fronteras, extorsionan a empresas y confiscan sus productos, se les entrega una “patente de corso” para intermediar en la explotación petrolera y minera mediante la creación de la empresa Camimpeg y se les involucra en irregularidades como el apoyo al tráfico de estupefacientes, según denuncias de la DEA.
El múltiplo entre el precio al que se consiguen muchos bienes y el regulado, el diferencial entre el precio en el que se vende la gasolina en Venezuela con el de los países vecinos y el abismo entre la cotización Dipro del dólar y la de Dicom o, más aun, del mercado paralelo, dan una idea de las inmensas oportunidades de “negocio” a través del arbitraje, la sobrefacturación y el desvío de recursos, sin mencionar las contrataciones turbias del gobierno y de empresas públicas.
Los cambios del gabinete propuestos por Maduro son señal inequívoca de que no va a enmendar sus funestas políticas. Y, como con ello se asegura el empeoramiento del padecimiento de los venezolanos, habrá que arreciar la represión para arrancarles una porción todavía mayor de una torta que se encoge y asegurar, así, el crecimiento de las fortunas mal habidas de la oligarquía en el poder. Es esa la razón de colocar a una de las figuras más radicales del fascismo criollo, Tarek Al Aissami, como vicepresidente, y hacerlo acompañar de Hugbel Roa, Elías Jaua y joyas similares.
Ofende la deplorable intervención del general Padrino López reiterando su lealtad a un Presidente que ha pisoteado a la Constitución y al pueblo. De que yo sepa, contra Padrino no existen imputaciones serias sobre manejos turbios.
No parecería ser, por ende, cómplice interesado en el sostenimiento del sistema corrupto. Pero ello le da un tono todavía más ominoso a su alocución, pues si no es doliente de este esquema podrido, carente de toda viabilidad, ¿por qué pronunciarse de esta manera? ¿Será que como figura de consenso de facciones en pugna dentro de la Fuerza Armada desea evitar un desenlace que desestabilizaría la estructura de mando interna?
Sea como sea, el ministro de la Defensa no puede desconocer el panorama de hambre, miseria, inseguridad y muerte que enluta hoy a Venezuela, y tampoco que la principalísima responsabilidad de ello reside en los gobiernos chavo-maduristas. Darle beligerancia a la idiotez de una “guerra económica” de la que él ni nadie cree es prolongar innecesariamente, por mera maldad, el sufrimiento de los venezolanos. Sostener a una oligarquía que hace de ella la punta de lanza de su guerra contra el bienestar del pueblo es muestra de suma crueldad.
Si bien el estamento militar corrupto se aferra al poder porque las evidencias en su contra son demasiadas para salir “lisos”, para el general Padrino el castigo será aún peor: ser señalado por generaciones futuras, incluyendo hijos y nietos suyos, de haber optado deliberadamente por el hambre de millones de compatriotas y la muerte evitable de muchos de ellos, por no exigir el respeto a la Constitución. Así como deben existir pocos padres dispuestos a hacer de sus hijos epónimos de Hitler, Pol Pot o Mussolini, ¿Cómo habrán de recordarse los apellidos “Padrino López”?
¡Cómo alivia poder liberarse de la conciencia, juez implacable ante el cual es imposible escabullirse!