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Las alas del ángel

En el cielo todo era paz y tranquilidad. La espesura y densidad de las nubes servían de hermosos almohadones a todos los ángeles que habitaban en el celestial lugar, quienes entonaban canciones y tocaban los clarines para alabar a Dios.

Entre esos hermosos serafines, existía uno que todavía no había logrado sus alas doradas, por ser demasiado joven para tan grandiosa distinción. A cambio de ello, poseía unas pequeñas alas celestes que minoritariamente se distinguían en la diáfana y enorme toga blanca, las cuales apenas le permitían saltar de nube en nube.

Un día Dios solicitó su presencia, para hacerle una petición:
—¡Pequeño ángel! Ha llegado la hora que poseas las extensas alas que tienen todos tus compañeros; pero para lograrlo, deberás bajar a la tierra y hacerle el bien a alguien que lo necesite.

Dios al decirle esto al pequeño ángel —quien se hallaba muy contento por tan portentosa y extraordinaria oportunidad—, le otorgó un fastuoso medallón de oro, con la advertencia de que debería regresar con él al cielo y, por lo tanto, no debía perderlo.

El sonriente querubín bajó a la tierra con la encomienda realizada por el Señor: “Hacer el bien a quien lo requiriese”. Para tal cometido se vistió con una camisa oscura y ancha —permitiéndole ocultar sus diminutas alas— y un sombrero blanco de ala ancha, encubriendo sus ojos de mirada pura y decidida. El ángel inició su camino por el extenso valle, rodeado de esbeltos árboles, arrullados por el murmullo de riachuelos y el cantar noble de gorriones alegres. En su recorrido pudo divisar a un viejecita muy pobre, de humildes ropajes y quien, con sollozos entrecortados, pedía que la ayudasen para poder comer.

El bondadoso ángel, que no llevaba alimento alguno y mucho menos dinero, mostró gran preocupación por la anciana. “¿Qué hacer, Señor?”, se preguntó con angustia. “Si no la ayudo, morirá de hambre”. Al decir esto, recordó que llevaba el esplendoroso medallón de oro, que le había recomendado Dios que no extraviara.

—¡Tendré que darle el medallón a esta buena señora, para que pueda comprarse algo de comer, así me cuesten las alas doradas que tanto he soñado!

El bondadoso angelito extendió sus blancas y candorosas manos, obsequiándole a la viejecita la lustrosa diadema que brillaba fuertemente a la luz del sol. La dama, al recibir tan altruista regalo, besó al ángel con gran afecto, manifestándole a viva voz que se ganaría el cielo por esa buena acción.
Entristecido y preocupado; arropado por una confusa culpabilidad y decepcionado por fallar en su trascendental encomienda, retornó a sus aposentos celestiales. No sabía la suerte que correrían sus ansiadas alas doradas.

El pequeño ángel subió a donde estaba el Señor, pidiendo su perdón, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus límpidas mejillas:
—Padre, te he fallado. He regresado sin el medallón que tanto me insististe no perder.

—¡Hijo mío! —habló Dios con solemnidad, pero con un hilillo de ternura — Has obrado bien. Obsequiaste el medallón a una pobre anciana, a sabiendas que con esta acción, no ganarías tus alas de oro. Pensaste en el bienestar de tu prójimo, más que en el tuyo. Desde este momento, tendrás las magníficas alas doradas con las que has soñado tanto.

Y así, el pequeño ángel cantó y alabó a Dios junto a los demás serafines, mostrando con digno orgullo, las fulgurantes, resplandecientes y agraciadas alas doradas ganadas por amor al necesitado y dadas por el Señor, como premio a su convicción y sacrificio.

Este cuento lo escribí hace más de 20 años, cuando apenas esbozaba mis primeras letras literarias. En esta ocasión, lo desempolvé del baúl del olvido para obsequiarlo en estas navidades, como un intento sincero de llevar el mensaje de fe antes las adversidades, para un país que merece todo y se le ha negado tanto en los últimos años.

@Joseluis5571

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