El solista sin orquesta
La celebración del nacimiento de Rubén Darío cada mes de enero sigue siendo un fasto en Nicaragua. Se corona en los teatros municipales a la Musa dariana que desfila en carroza en forma de cisne, acompañada de un cortejo de canéforas, y en veladas líricas se representan sus poemas, con lo que los disfraces vienen a ser de la princesa que espera al feliz caballero que la adora sin verla, y un bufón escarlata y un dragón colosal. Si pudiera ser, las autoridades edilicias desenterrarían al poeta cada año para volverlo a enterrar con las mismas fastuosas solemnidades de la primera vez, unos funerales como nunca se han vuelto a ver, pues durante los siete días de velatorio el cadáver era cambiado de traje cada noche: pelo griego, frac de etiqueta, uniforme entorchado de embajador…
Es imposible que la prosopopeya provinciana y la devoción cariñosa no acompañen el mito nacional. Se trata del más célebre y querido de los nicaragüenses, que congrega la unanimidad, lejos de distingos políticos o sociales, pero sin que eso quite la cursilería. Y eso, desde que nació. Desde la más remota antigüedad, cuando un profeta o un prócer vienen al mundo, se ha asignado a su nacimiento un cataclismo, o la aparición de una nueva estrella o de un ave heráldica que acompañe la suerte gloriosa de su vida.
En La Gaceta del 23 de febrero de 1867, unos días después del nacimiento de Rubén, se lee que un águila real fue hallada en alguna agreste cumbre de las montañas nicaragüenses: “bastantemente fornida, las uñas tienen pulgada y media de largo, su cabeza pequeña, viva, inteligente, está adornada por un círculo de plumas negras en su extremidad, formándole una corona. De rato en rato sus ojos se cubren de un velo blanco que da a su fisionomía un cierto aspecto de bondad…hasta hoy no se creía que en Nicaragua hubiese águilas, y mucho menos águilas reales”. Yo, por mi parte, agregaría que en aquel año muere el príncipe de los poetas malditos, Charles Baudelaire, porque también los relevos son parte sustancial del mito.
El águila fue presentada como obsequio al general Tomás Martínez, quien terminaba su segundo período presidencial en ese 1867, pues es un vicio nacional ese de querer retoñar en la silla del mando; y da la casualidad que el mismo año el presidente mandó levantar un censo, igual que Augusto en Palestina cuando el nacimiento de Cristo.
De este censo resultó que la población de Nicaragua llegaba apenas a los 150 mil habitantes. El general Martínez, avergonzado de que los nicaragüenses fueran tan pocos, ordenó aumentar 100 mil más. Alterar los censos, las cifras económicas, y los resultados electorales, ha sido siempre otro alegre vicio nacional.
La más grande ciudad de Nicaragua, que era León, la ciudad de Darío, concentraba una alta proporción de esos habitantes, con 30.000 almas, la mayor parte mulatos, indios y mestizos pobres, habitantes de los barrios marginales, mientras los criollos, dueños de las haciendas aledañas, ocupaban las casonas del cuadro central que rodeaban la catedral. La gallera hacía las veces del club social.
Esto lo cuenta Ephraim Squier, quien llegó a Nicaragua en 1850 como primer embajador de Estados Unidos, en su libro Nicaragua, sus gentes y paisajes; y cita también el informe que le presentó un amigo leonés anónimo sobre el estado de la educación: rara era la población donde hubiera maestros, y en las pocas escuelas que existían se enseñaba nada más los fundamentos de la doctrina cristiana, y a leer y a escribir; los niños repetían en coro la lección que dictaba a grandes voces el maestro, armado de una férula para reprimir a los díscolos. Los libros de texto obligados eran el silabario Catón, El catecismo del padre Jerónimo Ripalda, y El Ramillete, que contenía definiciones teológicas, selecciones de encíclicas papales, credos, leyendas fabulosas y oraciones piadosas a la Virgen, a los santos y a los ángeles, textos que, además del sombrío carácter de su contenido, eran “suficientes para amilanar al más avispado muchacho”. Los bachilleres sobraban en el seno de las familias acaudaladas y el birrete doctoral pasaba en herencia entre ellas.
Para aquel mismo año de 1867, había 92 escuelas de primaria para varones en todo el país, y 9 escuelas para niñas: “yo diré que el estado actual de la instrucción pública humilla la delicadeza de nuestro patriotismo…”, escribe en 1871 en un informe el ministro de Educación. Diarios, ninguno. Ya podemos imaginar las cifras del analfabetismo. Había dos semanarios, uno de ellos La Gaceta, el diario oficial donde se informó sobre la providencial aparición del águila real, pero ninguno de ellos salía a tiempo.
En el registro de aduanas de ese año de 1867 no aparece ninguna importación de papel, o de tinta de imprenta, y más que libros se imprimían volantes y folletos en las únicas tres tipografías del país. La importación de libros, españoles y franceses, aparece en esos registros como marginal.
Squier encontró también en León a un personaje de nota, el padre Pedro Crispín, pintor, pues en una pared de su casa había unos frescos de su mano, figuras de animales que comenzando en la A de armadillo, terminaban en la Z de zopilote, todos de gran tamaño y colores chillones. De la pobreza cultural del ambiente sirve de prueba el mismo Squier, quien gozó de impunidad suficiente para llevarse a Estados Unidos valiosas piezas arqueológicas que hoy se conservan en la Smithsonian Institution de Washington.
Este país despoblado y tan rural, oscuro en su suerte política y empobrecido, desangrado por las guerras y plagado de analfabetos, es el país que vio nacer a Rubén en 1867, el país de “licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño…”, según él mismo lo evocaría.
Un país de vientre pequeño, de esos que pueden parir un solista, pero nunca una orquesta completa.