Opinión Nacional

Días de dolor y pesadumbre

A PEDRO MENESES ÍMBER, IN MEMORIAM

Ha muerto Pedro Meneses, hijo de Guillermo Meneses y de Sofía Ímber, dos extraordinarios venezolanos. Uno de los cirujano plásticos más afamados del país. Joven, brillante, destacado, exitoso. Una pérdida dolorosa y lamentable, que nos apesadumbra.

No ha muerto en su patria. Que amaba, como la han amado sus padres. Como la ha amado Carlos Rangel, bajo cuyo influjo creciera. Ha muerto en un destierro interior sellado con la ausencia. Lejos de sus hermanas, lejos de su madre. Que lo han acompañado en este temible final, sólo acatado porque es el destino que cumpliremos todos. Y su muerte nos abruma, porque además lo amábamos. Por su dulzura, su gentileza, su delicadeza, su caballerosidad como de otros tiempos: los de Guillermo, su padre, uno de nuestros más extraordinarios narradores. Como los de Sofía, una de las mujeres que marcaron el siglo XX venezolano y a la que difícilmente podremos recompensarle la obra a la que le entregó su vida y se resume en el más deslumbrante de los museos contemporáneos de América Latina. Sin contar con su obra periodística, una de mayor reciedumbre intelectual en el periodismo político y cultural del país.

No era su deseo cerrar su periplo por la vida lejos de Venezuela. Pero Venezuela ha querido cerrar su periplo lejos de sus mejores hijos. Una tragedia que nos enluta a todos. Son estos que vivimos días de dolor y de pesadumbre. Ese tejido diáfano y sutil construido durante siglos para hacer de nuestro país un cálido refugio al naufragio de los días de ira sufridos por otros en el vendaval de las adversidades, ha sucumbido también al naufragio. Y una como aceptada mansedumbre se retira a sufrir en silencio. Como esos miles y miles de dolientes de nuestros jóvenes caídos en la orgía de sangre de la barbarie ancestral de nuestros genes. Repotenciados en mala hora.

Imagino que Pedrito, el bien amado niño que viéramos crecer jugueteando por el patio de su casa en La Florida, junto al Ávila majestuoso – un remanso de paz, un refugio que venciera a la guerra, en el que escuchara extasiado las historias contadas por sus mayores, impregnados de cultura europea, de sabiduría ancestral – decidió irse de Venezuela para proteger la vida de su mujer y su hija. Para proteger la suya propia. Para respirar aires de libertad y de bonanza, de solidaridad y entendimiento: no verse sacudido por las trompetas de la violencia y los atabales de la barbarie. Ni acosado por los cuchillos de quienes se creen sus conciudadanos. La salud le jugó esta mala pasada. Su corazón estalló en pedazos.

Días de tristeza y pesadumbre estos que por ahora padecemos. Hace nada se nos fue intempestivamente un gran amigo de su familia y la mía, Simón Alberto Consalvi. Que lo tuviera en sus brazos. Otro gallardo venezolano de la mejor estirpe. Lúcido, culto y notable. Otro hijo de la inmigración que llegó a iluminar la Patria hoy oscurecida por sus nacionales. Una pérdida irreparable. Y poco antes se nos había ido otro amigo entrañable al que quisimos como si hubiéramos estado vinculados por lazos de sangre, Luis Penzini Fleury. Mi hermano.

Hemos vuelto a vivir esos días terribles de los que nos contaran José Rafael Pocaterra y otros notables venezolanos, aherrojados al horror de cárceles y mazmorras o al dolor del destierro por la demoníaca inclinación tiránica de nuestra peor herencia. Morir lejos de la Patria es morir dos veces. Dios extienda su manto protector sobre Pedro Meneses Ímber, su esposa, su hija, su madre, sus hermanas. Dios extienda su manto protector sobre todos nosotros, los venezolanos desvalidos.

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