Ponernos en camino
Se asegura que podemos pasar por la vida y ser felices sin haber leído Cien años de soledad o escuchado a Mozart o Scarlatti. Alguien podría exigir, sin embargo, que supiésemos, al menos, quién escribió Doña Bárbara y quién es el autor de Adoro. Pero estoy convencido, también, de que la novela del Gabo o los Nocturnos de Chopin nos ayudarían a mejorar nuestros oficios y elevar la calidad de nuestras vidas. El artesano se esmeraría por alcanzar un mejor acabado en sus obras y los obreros en perfeccionar sus líneas de trabajo. Los políticos entenderían, finalmente, que lo que hace avanzar a los pueblos es la cultura; legislaríamos con mejor pulso, los jueces no aceptarían ninguna sumisión; la cúpula militar regresaría a sus cuarteles y nosotros nos ocuparíamos de la política.
Seríamos mas creativos y de mentes mas abiertas; reduciríamos el ego que tanto traba la comunicación entre nosotros, y la del país con el resto del mundo y mediante un pequeño esfuerzo podríamos llegar, tal vez, a ser mejores personas ya que afinaríamos nuestra sensibilidad y descubriríamos una exaltación dormida hasta entonces en nuestros espíritus que algunos, al llamarla «poesía», la asocian al milagro de vivir porque descubriríamos, también, ¡que no se puede vivir sin poesía! ¿De qué somos hechos? Se nos dice que somos el resultado de ideologías y de anhelos consumistas; palpitaciones y costumbres diversas; ramalazos de información y briznas de cultura que recibimos de los medios de comunicación comprometidos en banalidades cada vez más difundidas y espectaculares. Jean Onimus en su espléndido libro La Connaissance poétique, admite que somos astillas de una civilización fragmentada a nuestro alrededor por el estallido del tiempo y del espacio; que privados del placer de las ensoñaciones somos empujados hacia ninguna parte por afanes inútiles; que nos aturdimos en distracciones que alteran nuestros nervios sin rozarnos siquiera el alma; erosionados por un trabajo monótono y generalmente alienante. Que nuestra vida tiende a tornarse gris y rutinaria porque, diseñada como está de antemano, transcurre siempre igual a sí misma y estudiamos, amamos, trabajamos sin tener una idea suficientemente clara de por qué lo hacemos y un día, simplemente, dejamos de estar y nos hundimos en los abismos de la noche.
Y mientras más nos ajustamos a sus designios, más absurda se revela la vida que llevamos; el trabajo que hacemos tiende a perder interés y comienzan a fatigarnos las diversiones. De allí, sostiene Onimus, la importancia que adquiere la poesía porque desarrolla en nosotros una conciencia que permite oír cantar al mundo y hacerlo cantar. La poesía se enfrenta a las convenciones, aniquila los dogmas, nos lleva a abrir los ojos y mirar hacia lo que desconocemos.
¡Mejorará el país si ponemos en tono nuestra sensibilidad! Si nos acercáramos a Gustave Flaubert, por ejemplo, y entrásemos con él al mundo de Emma Bovary o emprendiésemos el viaje a Comala en busca de Pedro Páramo. Nos adentraríamos en el lenguaje de la danza, las piezas de teatro y las obras de los artistas plásticos. ¡Venceríamos la mediocridad del actual régimen militar! Pero, nos crispa el misterio en lugar de amar, como pedía André Breton, a los fantasmas que entran por la puerta a pleno mediodía. Se nos dirá entonces que la intención es buena, pero ilusoria. Que parece promesa de Navidad; ¡que es soñar despierto y exigir demasiado! Que la cultura va a pasos lentos y lleva tiempo para que Rulfo, Schumann, Ionesco, el Festival de Música ATempo o Mario Vargas Llosa encuentren su lugar junto a las gaitas y las revistas del corazón. Si es así, ¿qué esperamos, entonces, para ponernos en camino?