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Enrique, Carlos… ¡gracias!

Venezuela es un país de grandes contrastes. De contrastes en todo. En las grandes mentiras y en las grandes verdades. En los actos más viles y en las mejores acciones. En las fiestas más rocambolescas y en la gente comiendo basura. En la capacidad de no ver más allá de las propias narices y en entregarse a los semejantes con absoluto desprendimiento.

En los procesos ideologizantes que se llevan a cabo en las escuelas y en los gritos que claman “libertad” desde las mazmorras más escalofriantes. En la superficialidad de quienes ven al mundo sin problemas y en quienes tienen todos los problemas del mundo. En los actos de valentía más elevados y en las acciones de cobardía más despreciables. En los que están dispuestos a morir por un ideal y en los que no tienen ideales. En los que tienen de sobra y en los que les falta todo. En los que creen que se las saben todas y en los que están convencidos de que no pueden sabérselas todas. En los fanfarrones y en los humildes.

En los que quieren y no pueden y en los que pueden y no quieren. En los que desean mejorar y en los que quieren quedarse en una eterna mediocridad. En los que esperan que alguien les resuelva sus problemas y quienes les resuelven los problemas a los demás. En quienes se van y quienes se quedan. En quienes quieren volver y quienes se quieren ir. En quienes sueñan y en quienes lloran. En los cínicos y en quienes tienen esperanzas. En quienes son indiferentes y en quienes velan por los demás. En quienes celebran y en quienes gimen.

La tragedia es que la balanza se inclina hacia el lado de la indiferencia o la maldad. Por esto, porque en estos tiempos tan difíciles que nos ha tocado vivir, estoy convencida de que hay que celebrar los actos de hermandad, de solidaridad y de amor. Les he hablado en otras ocasiones de Tuti, mi hija especial. Ella va todas las semanas a un acto cultural que le fascina. Ahí se siente a gusto, porque todos la quieren. No sólo es bienvenida, sino celebrada e integrada. Dentro de ese grupo maravilloso de personas, hay dos en particular que le han dado amor, que la han incluido y a quienes quiero agradecer desde el fondo de mi corazón de madre. Son ellos Enrique Berrizbeitia y Carlos Bendahán. Tuti habla de ellos todo el tiempo y los días de verlos son una anticipación gozosa.

No se necesita mucho para hacer feliz a Tuti. Y en su discapacidad, como en todas las discapacidades, lo que le falta por un lado lo tiene con creces por otro: ella puede recibir y dar amor a raudales. Lo aprecia, lo entiende, lo transmite. No sé por dónde andará su edad mental, tal vez alrededor de los ocho años, pero es conmovedor escucharla mencionar a Enrique y a Carlos como si fueran sus contemporáneos. Como si fueran sus compañeros de juegos. Y como los amigos a esa edad, ellos entienden todo, saben todo, se compenetran en todo. Si alguien que no los conoce le pregunta a Tuti quiénes son ellos, su respuesta es contundente: “son mis amigos”.

Que dos adultos que tienen sus trabajos, sus familias, sus intereses y sus problemas se tomen ratos de su tiempo –cada vez más precioso en la Venezuela de hoy- para hacer feliz a una joven especial, es algo muy hermoso. Y si para Tuti ellos son sus amigos, estoy segura de que tanto Enrique como Carlos consideran que Tuti también es amiga de ellos y que además, no es distinta de otras amigas.

¿Cuándo volveremos los venezolanos a ser personas de amar a los semejantes, sin importar su condición?… Tal vez Enrique y Carlos tengan la respuesta…

@cjaimesb

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