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País (a)normal

Bebés que mueren de desnutrición, apenas ensayando unos pocos meses de vida. Personas que despiden su existencia en la multitudinaria soledad de una cola por comida. Comunidades que en un país petrolero pasan semanas sin suministro de gasolina. Enfermos cuya vida se abrevia mientras el gobierno cavila si permitir la entrada al país de la medicina donada y atrapada en un puerto, es consentir la injerencia extranjera. El atroz inventario de la morgue, el hampa descontando respiraciones; episodios penosos como el de los convoyes del hambre, gente rebuscando algún despojo útil entre los desechos de otros. En Venezuela vivimos a merced de un horror que prospera sin control. Pero lo que se hace paisaje común para unos, no lo es tanto para una niña que se abisma ante la anomalía evidente: “¡Mamá! ¿Qué hacen esos niños sacando comida de la basura?”. Hay tanto extravío en lo que nos rodea, tanta anormalidad y deterioro, que lo inusual ha ido embotando el pasmo, el dolor punzante que antes apretujaba el pecho. Ironías de la supervivencia. La capacidad de asombro, tan natural en una pequeña que percibe que las claves de la realidad son despedazadas flagrantemente ante sus ojos, corre el riesgo de acabar cercenada en el adulto. El dolor cotidiano se vuelve un fardo pesado, tan duro de cargar, que la opción de la psiquis para soportar lo insoportable es una desensibilización que a veces pelea con nuestra humanidad.

Es lo que se conoce como “Habituación”, ese primitivo proceso de aprendizaje que hace que un estímulo repetido provoque respuestas cada vez menos intensas en el individuo. La habituación se vincula a la auto-regulación de la conducta, a la capacidad de adaptación del organismo, claro está, para protegerlo del posible caos al que se sometería si tuviese que responder a la vez a los abundantes y repetitivos pinchazos del entorno. El aprieto surge cuando esa lección salta al ámbito del intercambio de la polis, cuando nos aliena a tal punto que logra colapsar la facultad de reconocernos en la tragedia del otro, de relacionarnos a través de la palabra y la acción. Cuando lejos de protegernos como sociedad, nos condena a un anestesiamiento tal que aniquila el ímpetu, nuestra capacidad  de actuar concertadamente.

Gracias a esa familiaridad con lo tremebundo, ese habituarse a lo que en un principio nos detenía el pulso y que luego la redundancia trastocó en mezquino hábito, naciones enteras terminaron tolerando perversiones inaceptables, verdaderas tragedias que desdibujan nuestra condición de hombres-seres: la brutalidad que al convertirse en estadística, en dato de incidencia frecuente, deja de crear conexiones que nos perturben íntimamente. La resignación que muta en impersonalización es quizás una de las peores secuelas de regímenes como el que hoy padecemos los venezolanos, sobre todo porque en ese tránsito maligno de lo anormal hacia su normalización, se refuerzan secretas patologías que evitan que lo que molesta o agrede cambie de raíz: y es por la vía de introyección de lo irreversible que se consolida la relación de dominación y violencia. Si como dice Arendt, la meta en estos sistemas es procurar el aislamiento de los ciudadanos entre sí en virtud del mutuo temor y la sospecha, entonces el acostumbramiento, como forma de desconexión de un colectivo, resulta un avío muy provechoso. Por eso el empeño denodado en demostrar que la realidad es una (la del poder), que es imposible cambiarla: “déjense gobernar”, sugiere Maduro, algo que más bien suena a un “ríndanse”. “La derecha viene a decir que quiere elecciones generales: otra fantasía”, suelta Cabello, para advertir que es inútil pretender transformaciones. Eso quieren, al menos, que creamos.

Y algunos creen, lamentablemente. Ante la aceleración de la seña dictatorial, ciertos fatalistas convencidos de la invulnerabilidad del régimen (otro mito) se empeñan en descalificar el estupor del aliado, como si fuese una obligación habitar el infierno sin inquietarnos. Ignoran que al conservar esa capacidad de asombrarnos, cada vez que haga falta, de algún modo procuramos un cable que nos mantiene unidos a la memoria de la decencia, a la identificación precisa de lo que jamás toleraremos, a la esperanza de recuperarnos. En ese sentido, la escuela de Frankfurt nos pasea por una interesante perspectiva: ante la imposibilidad de determinar cómo debería ser el futuro, podemos, sin embargo, determinar cómo NO debe ser, lo cual ya es suficiente para cuestionar la realidad que se nos vende como preestablecida.

Se trata entonces de dominar el nado a contracorriente, por más que el instinto nos instruya a detenernos. Recordemos que al golem de la habituación inconsciente es posible desalojarlo a través de la sensibilización consciente, la gimnasia de desacostumbramiento al horror, el arte de negarnos a aceptar lo monstruoso: que sea justo el espanto lo que una y cure. El camino de nuestra sanación como sociedad es uno que apunta a volver a tener un país “normal”. Nada menos.

@Mibelis

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