Bienvenido el diálogo: Chile, septiembre de 1973
Con pasaporte oficial, verdadero passe-partout lacrado, en hoja grande, como de pergamino, con ese documento oficial poco importante, aunque imponente parecía, proseguí mi viaje a Lima a fin de visitar la Escuela Nacional de Administración Pública del Perú, su director participó conmigo en el seminario de Bogota, de septiembre oída la ponencia me invitó a que la repitiera en su ancestral país, el de los incas. Fue la primera vez que estuve en Lima, otras veces regresé formando parte del equipo negociador del sector siderúrgico venezolano en el Pacto Andino junto con Jóvito Martínez y los expertos en mercadeo de Sidor. En aquellas ocasiones andábamos divertidos, distendidos, asistiendo a brindis y agasajos luego de las jornadas de discusión, con otros colegas y con mi apreciado Sebastián Allegret, representante de Venezuela en el Acuerdo de Cartagena. Sin embargo, en septiembre de 1973, la situación era distinta, en mi pasaporte figuraba Chile en pleno proceso de golpe de Estado, como último destino de mi oficial travesía ¿Qué debía hacer? ¿Regresar a Caracas o continuar a Santiago? A la Embajada de Venezuela en Lima me dirigí para consultar la situación con un antiguo compañero de la UCAB, Alvarito Carnevalli, tercer secretario de nuestra legación. En medio de nuestra conversa, repicó el teléfono, al habla, al otro lado de la línea, se encontraba Milos Alcalay, ahora asistente personal del Canciller Arístides Calvani, eso que denominan Director de Secretaria. Álvaro, conociendo nuestra amistad, le comentó de mi presencia y de mi consulta; imagino la cara del gordo. Pásamelo le dijo a Álvaro, luego de un ¿Qué hay pantera?, forma un tanto negra y fiera de saludarnos, en su carácter de alto funcionario del Servicio Exterior, me instruyó: vete a Chile lo más pronto que puedas para ayudar a resolver la situación de los venezolanos detenidos y los chilenos asilados.
Con Roberto Oyaneder, Pancho Salazar y Arturo Hein, volamos en un morado avión de Braniff, fue el segundo en aterrizar en Pudahuel después de la asonada militar. Presa del mayor culillo de mi vida, pasamos por el medio de una paralela fila de soldados que inquirían acerca de folletos, libros, afiches, discos, propaganda atentatoria contra el nuevo régimen militar recién instalado. Con mi pasaporte diplomático blandido y mostrado, pasé orondo entre la fila de milicos, nada me preguntaron, ningunas maletas abrieron. Las preguntas e inquisiciones no tardaron en llegar de parte de mis asustados y estupefactos amigos: ¿Dónde te vas a quedar? El Sheraton costaba dos dólares por noche, ahí estaba la inflación y la tentación. En el Sheraton respondí, Pancho molesto me ordenó: ¡Compadre Ud. se viene conmigo a casa!
Sonia, Pancho e hijos, Panchito y Diego, vivían en una pequeña casa del Barrio Alto; ni Pancho ni yo teníamos idea de la magnitud de lo ocurrido después del 13-S. Al llegar a casa de los Salazar, Sonia, con el drama que caracteriza a los españoles, porque baturra es, sumado a la patética realidad, describió una trágica situación que ni mi entendimiento ni mi conciencia podían aceptar: ¡estamos en medio de una guerra civil! Los milicos al mando de Pinochet se habían hecho con el poder y estaban exterminando, liquidando físicamente a los izquierdistas de la UP, y, en especial, a los cubanos enviados por Fidel Castro, que habían venido a apoyar la Revolución de Allende. Los venezolanos hablamos parecido a los cubanos de Santiago, a bazucazo limpio los sacaron de sus casas.
Todo era conmoción y desconocimiento, dormí esa noche en casa de Sonia y Pancho, la realidad y el sentido común nos convencieron de que lo mejor era que me mudase a casa de Arturo Hein. Yo era venezolano, extranjero, hablaba como cubano, además Pancho tenía un hermano, Mario, integrante del grupo musical Los Amerindios, insustituible acompañante del entonces candidato de la Unidad Popular -Salvador Allende- en sus presentaciones públicas. Un copihue es muy frágil y muy fácil de quebrar fue la canción compuesta para la campaña; el copihue, según supe, es la flor nacional de Chile; la canción repetida sin parar por las radios afectas al gobierno sería la contraseña para que los compañeros de la UP, armados o no, saliesen a la calle a defender una revolución que lentamente agonizaba, el golpe de Pinochet vino a darle la estocada final.
A la mansión del coqueto y efectivo seductor Arturo Hein fui a parar; bella morada, digna de un Decano de Derecho, dormí mucho más cómodo en el cedido cuarto de Arturito, conocí a su bella familia: a la gringa belga con la que se casó para luego decirse adiós y a sus tres hijos; con Michelle, la mayor, dulce, bella y fresca, tuvimos oportunidad de compartir recuerdos y futuros en París cuando la familia, como tantas otras, se fue de Chile al exilio. Arturo, el padre, preocupado por la guata y las arrugas, entusiasta y cariñoso, y por supuesto un tanto más viejo, de vez en cuando, por Caracas o París, regalado, aparece como un miembro más de esa familia afectiva que viene y va por el mundo para reunirse regocijada en el lugar menos pensado.
Durante quince días permanecí en casa de Arturo, bien atendido y a mis anchas, sin saber que, en una habitación del sótano, se encontraba guardada, escondida, fondeada, Carmen, dirigente de la comunista Confederación General de Trabajadores de Chile, quien horas antes de regresar a Venezuela me dio un comunicado que, cual alijo de cocaína, porté en mi maletín al momento de pasar por la militarizada inmigración chilena, afortunadamente el pasaporte diplomático funcionó una vez más .El mayor temor eran las delaciones, las denuncias que, en una sociedad dividida, sustentada por el odio y la desconfianza, vecinos, familiares y amigos hacían a los carabineros con el fin de vengarse de los simpatizantes de la UP. Ya mucho antes Lope de Vega lo había confirmado: “y no hay cuchillo como el propio amigo”.
El plan de Milos y del gobierno era enviar dos aviones Hércules de nuestras gloriosas fuerzas armadas en los que evacuaríamos a los venezolanos, afectos o no a la Unidad Popular, que permanecían retenidos en el Estadio Nacional, y a los chilenos asilados, a quienes había que munir de un salvoconducto. Bien vestido, con mi cara de carajito yo no fui, con corbata y decidido a todo, me dirigí, con los dos corazones en la boca, a la sede de la Embajada de Venezuela en Santiago, toqué el timbre, me abrieron, entré para, ante la sorpresa de nuestro Embajador Orlando Tovar, recibir el mayor y menos diplomático regaño de mi vida: ¡coño muchacho! ¿qué haces aquí? ¡te han podido matar! Salí como entré por la puerta, no me dispararon y vivo continué, sin saber que hacer en un país signado por el miedo, la represión y la muerte.
Quienes sí murieron fueron amigos o conocidos de referencia. Enrique París, el comunista marido de la Quena, fue fusilado, a Víctor Jara, el cantautor, le cortaron los dedos. Se hablaba de siniestras redadas efectuadas por los militares durante el silencio del toque de queda, para limpiar el camino y neutralizar la oposición. Nada podíamos hacer, un comentario acerca del arresto de un conocido, uno que otro copucheo, salir a almorzar con Arturo y Jens Alid, viejo conocido del IIAP de Paris, a quien luego invitaría a Venezuela para trabajar conmigo en la CAP y la CVG. Gracias a mi salvoconducto pude comer porotos en casa de los Oyaneder, tomar carbonada donde mi comadre Sonia, invitar a los amigos a un opíparo y nada costoso almuerzo en el entonces más alto edificio de Santiago: locos apanados con puré de palta regados con un Cousiño Macul de abolengo. Con Jens fui a Viña del Mar y con Arturo a Valparaíso. Los Hércules seguían sin llegar, comencé a preocuparme, no tenía contacto ni con la Embajada ni con Venezuela, las líneas estaban cortadas, el régimen de Pinochet se aislaba del mundo por un tiempo.
De la Unidad Popular poco quedó: un galeno Presidente que no pudo y a cambio de su impotencia ofrendó su vida , experimentando en muerte propia, lo contrario de lo constatado por Fernando Vallejo: “ la revolución, y se lo digo yo, que he vivido tanto y tan errada aunque arrepentidamente, la revolución es fina operación que mata al paciente pero salva al médico”; cientos de copihues quebrados; miles de seres humanos desaparecidos; un general con demencia senil y oportunos olvidos; una boyante economía construida a base de orden y sablazos; la Alameda ensangrentada y la voz de Jara cantando a capella y contando, sin sus dedos, los cinco minutos que bastaban para que el amor de Amanda se encontrará con Manuel, la vida hubiese podido ser eterna, cinco minutos de fraterna tolerancia bastaban.
¡VIVA CHILE MIERDA!