Putín y Chávez: dos almas gemelas
Sin duda alguna, no es difícil comprender la euforia de la delegación venezolana que recientemente visitó Moscú. Tampoco lo es interpretar la buena acogida que recibieron. El hecho es que todo se explica por las enormes coincidencias que existen entre el proceso que vive hoy la Rusia post soviética, y el que vive la patria de Bolívar de manos de Hugo Chávez. Tanto este último como su homólogo ruso, Putín, coinciden plenamente en cuanto a su doctrina de gobierno; que podríamos resumir como: poder, poder y más poder.
El «proceso» ruso
La caída del régimen comunista soviético dejó, sin duda alguna, un gran vacío en el pueblo ruso. Vivir por casi 80 años bajo un régimen totalitario cuya máxima era la total sumisión del individuo al Estado o, dicho en forma más precisa, su total sumisión al aparato estatal, es decir, a la burocracia que lo controlaba, no podía dejar sino una cicatriz profunda en el alma y la autoestima de los rusos. Por ello no extraña que una vez liberados del yugo comunista, la mayoría rusa huyera despavorida del aparente caos e inseguridad que le planteaba su recien descubierta libertad, para refugiarse en el totalitarismo oportunista de Yeltsin o, más reciente aún, en el del intrigante ex oficial de la KGB, Putín.
En casi una década, el «proceso» ruso ha estado signado por dos elementos fundamentales: la corrupción y el abuso de poder. El vacío dejado por un Estado todopoderoso pero inoperante, fue ocupado por una «Mafiya», el termino ruso para la Mafia. Sin una cultura y una ética adecuadas para promover una economía de mercado sana, sin mencionar el adecuado contexto institucional, la economía rusa se ha convertido en un gran mercado negro; en buena parte debido a los vestigios del viejo Estado comunista que aun quedan dentro del nuevo. Impuestos exagerados, regulaciones interminables, sobornos, retrasos intencionales, alta discrecionalidad gubernamental, todo ello conjura contra la actividad económica formal. La burocracia, aún poderosa e igual de corrompida que antes, constituye el primer frente de la Mafiya. Conscientes de la inexistencia de un Estado de Derecho eficaz, muchos funcionarios del gobierno viven del chantaje y de la amenaza, enriqueciéndose a costa de su estrecha relación con los «mafiozy», los líderes del crimen organizado. Esta relación casi simbiótica deja al ciudadano común desamparado y a merced de los caprichos e intereses de tales grupos que, adicionalmente, están en permanente pugna entre ellos. Tal y como sucedía en las calles de la Chicago estadounidense de los 30, en las calles del Moscú de hoy no es raro descubrir el cadáver abaleado o calcinado de un ciudadano que se negó a pagar su «dan», o tributo, o que lo hizo a la banda equivocada. Irónicamente, la prensa local considera estos sucesos como un resultado posible e inevitable de hacer negocios en la nueva Rusia.
En medio de todo este caos, los gobernantes rusos sólo se dedican a una sola cosa: acumular más y más poder personal. Luego del alzamiento de 1993, Yeltsin impuso una nueva Constitución que le otorgaba poderes casi ilimitados. Al mismo tiempo, consciente de las oportunidades económicas del momento, el ejecutivo ruso estableció estrechas relaciones con la emergente clase empresarial. De esa relación surgieron las grandes corporaciones que controlan hoy buena parte de los recursos administrados anteriormente por el Estado soviético. A los líderes de tales corporaciones, el ruso común suele llamarlos los «oligarcas». Ellos han sido los grandes beneficiados de las privatizaciones iniciadas por Yeltsin. Privatizaciones caracterizadas por las grandes comisiones recibidas por el mismo presidente y su entorno más inmediato. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, los mismos oligarcas terminan siendo víctimas de su propio juego. Cuando alguno de ellos se cree demasiado la farsa de la democracia montada por el régimen, permitiendo que algún medio difunda información «desestabilizadora», la respuesta inmediata es la persecución y la censura. En la actualidad, bajo Putín, buena parte de los medios de comunicación están ya bajo control estatal. El más reciente en caer fue la cadena Media-Most del «oligarca» Vladimir Gusinsky. Gusinsky es seguramente culpable de los cargos que se le imputan; sin embargo, usando frases bíblicas, nadie con poder en Rusia hoy día es inocente de lo mismo, así que el Estado decide tirar la primera piedra selectivamente. Gracias a una ley sacada de la manga de la FSB (Servicio de Seguridad Federal), el nuevo nombre de la antigua KGB, Putín tiene absoluto control e influjo sobre los medios. Ya un veterano de la misma KGB es el director de la industria de telecomunicaciones estatal. Pero la cosa no se queda ahí; el siguiente blanco del régimen son los oligarcas de la energía. Putín, como Chávez, no ve en el petróleo un medio para ayudar a su pueblo a superar la miseria, sino un arma para su juego de monopolio geopolítico. La FSB está, lenta pero segura, apoderándose de las empresas de energía privatizadas por Yeltsin. Con el poder ganado, el régimen ha iniciado una escalada de sobornos y chantajes sobre sus vecinos, aún dependientes de Moscú en cuanto a sus fuentes de energía. Ya Ucrania ha tenido que aceptar la injerencia de Moscú en cosas tan delicadas como la escogencia de su propio gabinete. La misma sombra pareciera amenazar al resto de los aún jóvenes e indefensos estados bálticos.
Lo más triste, sin embargo, es que buena parte de Occidente se cree el cuento del compromiso de Putín y su régimen con la democracia y la libertad. Lo que hace que esfuerzos como el de Grigory Yavlinsky, solitario opositor al caos totalitario que vive su país, sea un clamor sin esperanzas en el desierto de la apatía y la ceguera internacional.
El «proceso» venezolano
Es evidente que el proceso venezolano tiene tantas similitudes como diferencias con el ruso. No obstante, hay algo que ambos comparten plenamente: la corrupción y el abuso de poder. A ello se añade la apatía y la baja autoestima de una mayoría de la población, acostumbrada, como en el caso ruso, al paternalismo y al clientelismo estatales. De nuevo, al igual que Rusia, Venezuela también tiene su Putín, su Mafiya y sus Oligarcas.
Nuestro Putín, Hugo Chávez Frías, es de la especie tropical. Más ruidoso, mas afecto a la pompa; pero igual de insaciable ante el poder. Como su homólogo ruso, su compromiso con la democracia es circunstancial; un ingrediente importante en el canto de sirenas con que confunde al expectador más allá de nuestras fronteras. Por eso hay tanta gente por ahí que cree en la sinceridad del proceso, en su «commitment» con la democracia. En la realidad, en su corazoncito, Chávez sólo quiere una cosa: poder y más poder. Es por ello que ante la emergencia de una coalición gubernamental debilitada, lo que pone en peligro su influencia sobre la ya de por sí títere Asamblea Nacional, la respuesta inmediata del régimen sea alentar la idea de un auto golpe, o de la salida violenta en defensa de la «revolución». Sin embargo, es evidente para muchos de nosotros en venezuela que, en el fondo, lo único que Chávez busca defender es su propio pellejo, y su eterna fuente de más poder: el control de todo el Estado y de sus tres poderes nominales.
En cuanto a nuestra Mafiya y a nuestros Oligarcas, basta ver quien hace negocios en Venezuela hoy, bajo el amparo del gobierno. Basta ver lo sucedido con el deshonroso Plan Bolívar (deshonroso doblemente por llevar el nombre del Libertador), donde una «mafiya» de militares se han enriquecido sin ningún asomo de vergüenza. Lo mismo podemos decir del Seniat, eternamente depurado; de los nuevos sindicatos y hasta del «nuevo» clero pro revolucionario. Las historias de soborno y chantaje, así como de incitación al delito de este grupo de militares y civiles «mafiosy», son parte ya de las historias de mesa de todos los venezolanos.
Los Oligarcas no se quedan atrás. Chávez ha atacado a buena parte del liderazgo empresarial del país, a quien califica de «oligarcas», al mismo tiempo que fortalece y promueve a un nuevo liderazgo, su propia oligarquía, más colaboradora y afecta a la «revolución». El mecanismo es similar al de Rusia; grandes contratos de seguros a un sólo beneficiario; grandes contratos de construcción en manos de militares que luego se otorgan a sub contratistas civiles especialistas en «casas de cartón»; privatizaciones selectivas; exenciones tributarias igual de selectivas, y un gran etc. Esto pareciera crear la ilusión de que Chávez es respetusoso del mercado; lo cual es una evidencia lastimosa de la ceguera de mucha de la dirigencia empresarial occidental. Por supuesto, el régimen de Chávez es tan respetusoso de la inversión privada internacional como lo son los de China o Cuba; después de todo, es dinero fresco sin ataduras ideológicas ni restricciones morales. (Aún no entiendo porque los extremistas de izquierda insisten en criticar la globalización; ellos son igual de beneficiados que el resto. Claro, está el riesgo de que la libertad sea algo tan sabroso que, una vez que se prueba, resulte inevitable no querer más.)
El otro punto de coincidencia entre el proceso ruso y el venezolano es la actitud de ambos regímenes hacia los medios. A Putín, como a Chávez, la libertad de prensa le parece un ejercicio de anti patriotismo, una traición a la madre patria. No obstante, aquí también hay diferencias impuestas por el contexto. La Rusia de Putín, acostumbrada por tanto tiempo a la oscuridad y a la desinformación que caracterizaron al régimen comunista, comparte el mismo temor y la misma desconfianza de sus gobernantes ante la libertad de expresión. Lo mismo no ocurre en Venezuela. Es cierto que el Estado cuasi leninista creado durante la llamada IV República, hizo no pocos ni tan ocultos intentos por controlar y someter la libertad de expresión; por fortuna, jamás tuvo éxito; ganó algunas batallas, pero nunca la guerra. Curiosamente, allí se hizo manifiesto el poder intrínseco de toda democracia de promover, aún en contra del estamento gubernamental que la dirije, el amor por la libertad. Esto implica que el venezolano valora y comprende más la importancia de una prensa libre que su equiparable ruso. Chávez comprende muy bien, y de seguro su amigo Fidel se lo ha hecho ver también, que la única forma de combatir esta situación de manera definitiva es cambiando al venezolano, por eso el plan educativo del régimen se enfoca en sembrar la desconfianza y el temor en la gente hacia los medios. Sin la necesidad, por ahora, de cerrar a la fuerza ningún medio, el régimen busca crear las condiciones para que la misma gente, «democráticamente», lo solicite. Divide y vencerás, ha sido la máxima de todo autócrata.
En el plano internacional, el proceso venezolano se enfrenta a la misma apatía e indeferencia que el ruso. Miéntras Chávez consolida su liderazgo entre los grupos extremistas y subversivos del hemisferio, las pocas democracias vecinas aún se debaten entre la desconfianza y la más absoluta ingenuidad. Ya ha habido algunos impases con Colombia y, más reciente, con El Salvador. En los EEUU, la nueva administración está dividida entre quienes creen en la libertad sólo en el plano económico, y que por ello coquetean con el régimen con la esperanza de hacer buenos negocios bajo su protección, y entre quienes creen que la libertad es imposible en un sólo plano, y por eso se oponen a cualquier apoyo, comercial o no. Hasta ahora, la balanza pareciera ser favorable a los primeros.
Nada nuevo bajo el Sol
En fin, la lista podría ser interminable. Inseguridad, corrupción, autoritarismo, irrespeto por la Ley, miseria y más miseria son los ingredientes que acompañan tanto al proceso ruso como al venezolano. Falta ver el desenlace para saber hasta donde llegarán las coincidencias, o a partir de cuando se diferenciarán. Pero, claro, sólo el tiempo podrá dilucidar la incognita.