La razón apasionada
En la misma sala de espera donde hacía unos meses se aplaudía la jornada del 1S, tropecé con un irreconocible campo de esperanzas truncas. “Este gobierno hace lo que le da la gana. No se hagan ilusiones, esto va a seguir igual, y al final nos vamos a tener que ir nosotros”, dejó caer alguien, mientras la audiencia, malherida por el estallido de bilis, asentía lánguidamente con la cabeza. El reacomodo del déjà vu resultó elocuente: como si el ánimo de algunos venezolanos, bailando al ritmo convulso de las movidas oficiales, remedase las bruscas reacciones de los animales de laboratorio, sometidos por la contagiosa melancolía del cautiverio, la brutal experimentación, las descargas eléctricas, la merma aleatoria de suministros. Son estrujones muy difíciles de sortear, sin duda: si algo hay que conceder al adversario (auto-erigido en el Gran Otro) es su talento para fomentar las “pasiones tristes”, esas que según Spinoza retrotraen la potencia de ser, el esfuerzo vital o conatus, y nos hunden en la aniquilación del deseo. Mala cosa: pues sin esa chispa que activa nuestro poder transformador es difícil mantener la lucha sostenida y entusiasta contra el abuso, la opresión, el miedo. Y allí, el mal siempre lleva ventaja.
El predominio de las pasiones tristes en país tan vivamente afecto a los pinchazos de la emoción, haría las veces de un afilado bisturí, presto a extirpar ese conatus que impide que la pasividad y la impotencia apliquen como medidas ante lo “irrevocable”. Recurrir a la siniestra cirugía, esa suerte de lobotomización política del espíritu, resulta una práctica muy útil para el régimen. Castigado por la impopularidad, incapaz de retomar la bandera que le otorgó legitimidad de origen –las elecciones, antes tan propicias, y que hoy sólo podrían significarle la pérdida del poder- opta por mortificar a los dolientes con un coctel de funestos mazazos, perpetrados sin clemencia a través del CNE y el TSJ. Sabemos que la maniobra va más allá de la intención de hacer ver quién manda: se trata de cortarnos la respiración, de evitar que podamos siquiera discernir el golpe con precisión, de dejarnos a merced del entumecimiento y la desesperanza; de despojarnos de identidad, convertirnos en nuestros propios lobos, lanzarnos a la hondura de nuestros íntimos abismos. En un marco de anulación de lo político, forjado a su vez para anular la acción individual y colectiva (y por ende, la realización del ser) los oscuros heraldos de esta no-democracia insisten en convencernos de que procurar salidas -si las hubiese- no dependería de nuestro esfuerzo. A eso lleva la desesperanza aprendida.
Paradójicamente, cuando más urge combatir la creencia de que es imposible modificar la realidad, más expuestos estamos a la resignación forzada. Y no es casual, considerando que justo en estas circunstancias se redoblan los afanes autoritarios del Gobierno por dar carne a los profetas del desastre. Tras las marrulleras decisiones del CNE, los alegatos prêt-à-porter de los juristas, los arrebatones presupuestarios o las declaraciones de ciertos hinchas de la amenaza (“Si la MUD continua cometiendo errores no habrá revocatorio en 2017”…“Si la Asamblea no asume su mandato, lo hará el TSJ”, repite un joven-viejo Héctor Rodríguez, en tanto Maduro, en un rapto de “sincericidio”, nos desconcierta con una pregunta a sus camaradas:“¿ustedes se van a calar otras elecciones donde triunfe la oligarquía?«) se asoma un mensaje simple, pero devastador: “Yo soy más poderoso que tú”. Un juego inicuo que busca alentar el conformismo opositor, la sensación de indefensión, el aislamiento, el apego por la crítica destructiva, la auto-descalificación; vaciar el alma para su correlato en la acción.
Qué insufrible corolario el de la siembra de ese dispositivo de autodestrucción que conduce siempre al agotador reinicio; a caer, como Alicia, por el largo túnel de la madriguera del conejo y preguntarnos, como ella, si algún día llegaremos al suelo; forzados a restaurar una y otra vez la confianza agujereada. No es justo. En estos momentos, la situación exige mirar el abuso del poder del Estado desde la perspectiva del empoderamiento de una nueva mayoría: pues también -nos consta- es caldo de cultivo para la indignación, (el desprecio “hacia aquel que ha hecho mal a otro” diría Spinoza) esa rabia vigorosa, generadora de conatus, de motivos para la resistencia y el desarrollo de autonomía, de alientos para la acción transformadora invocada por las Pasiones alegres. Nuevas razones, en fin, para dejar heroica y visible constancia del rechazo a una gestión que según Varianzas, Keller y Datincorp ya remonta el 80%.
“Todo infierno tiene puerta de salida”, nos recuerda Leonardo Padrón. A sabiendas de que hemos transitado a pulso y con aciertos esa atroz topografía, miremos hacia adelante, reorganicemos nuestro ímpetu para que persista, hagamos de la nuestra una “razón apasionada”, contemos los círculos que faltan por cruzar: y crucemos juntos. Que nadie nos haga creer que la libertad no es para nosotros.
@Mibelis